Hay ganaderos, de uno y otro lado del océano, que son verdaderos baluartes de un movimiento clandestino -no sé si captan la ironía- que se afana por dignificar la fiesta. Son hombres que crían toros bravos creyendo todavía, que sus moritos deben de salir precisamente así: bravos y además, fieros y codiciosos. En oposición, existen  otros criadores, los posmodernos, que son mesurados, de ligereza en la intención y amantes de lo bonito. Ellos, campando en el absurdo, piensan que los toros de lidia  deben ser tontos, nobles y suaves.

La de don Adolfo Martín, que se lidió hoy mismo, fue una hermosa, fuerte, bien armada e inteligente, corrida de toros. Desde que de la oscuridad del túnel empezaba a asomar el cuarto creciente de luna que eran los astifinos y bien dotados pitones, la emoción se alborotaba. Luego, en las arrancadas a tablas la cosa iba creciendo y al momento de los embroques, uno ya estaba en el borde del asiento.

La mirada de un “adolfo” destella inteligencia y si el que observa desde las barreras lee en los ojos del merengue la viveza y la astucia, ya se pueden imaginar ustedes lo que siente el que camina hacia él y extendiendo la capa se lo pasa cerca de las femorales.

El primero de la tarde fue para el toricantano Ángel Sánchez, un valiente que se arriesgó a tomar la alternativa con la corrida de los de divisa verde y roja. En los derechazos a su primero corrió la mano y templó, en los remates barrió lomos a placer y mandaba el estaquillador al alamar de la hombrera contraria. El segundo que mató, le correspondía a El Cid que fue cogido. El toro era un sinodal para maestros que puso una prueba durísima al inexperto espada. Por ese y por el cierra plaza, el recién doctorado de matador de toros, dando gracias a la Virgen de su devoción,  tiene que descorchar cava, para celebrar en grande el haber salido de la plaza por su propio pie y no en camilla.

En su turno, El Cid estaba templando cuando el toro que ya avisaba, le dio un poco de coba, el diestro se la tragó y ya afirmadas en la arena las zapatillas, el cárdeno se venció para cornearlo en el muslo derecho. Esa, ustedes perdonen, es inteligencia. Como lo es, también, que ya  derribado el diestro, el toro con las manos y los cuernos acomodaba el cuerpo del torero para tirarle más hachazos, hasta que lo lanzó al frente sin encarnar el derrote.

La corrida en general, iba por el sendero de lo aceptable con buena nota. Entonces, apareció “Chaparrito”. Un toro nada bajo ni en la forma ni en el fondo. Desde los primeros lances el veleto hizo el “avioncito”. Los encuentros de largo con el caballo fueron sellados por la alegría de su arrancada. Bravura de diez, magnífico estilo en la embestida, fijeza total, claridad y nobleza, nos pusieron a todos en aviso de que la faena sería de cante grande.

En banderillas acometió con gran codicia y estuvo a punto de llevarse por delante al subalterno Juan Sierra, que terminó haciendo malabares para no quitar los pies del suelo.

Al punto, el toro arremetía con bravura, gran temple y sublime estilo a la muleta. Pepe Moral correspondió con valor, lealtad y clase, a la enorme calidad de la humillada embestida, que dejaba surco con el morro en la arena. Para cortar las dos orejas, al coleta sevillano le faltó una serie desfondada con la mano izquierda y matarlo en el primer intento.

La vida tiene ironías y son los matadores que torean poco y hablan menos, los que queriendo, o no, salvan la verdadera esencia de la tauromaquia, esa que con una oleada cárdena, llega la última semana de la Feria de San Isidro. Es cuando las aguas vuelven al cauce del que nunca debieron de haber salido y la lidia es un río de emoción. Si los toros tienen mucha casta y una estampa imponente, pase lo que pase, la tarde toma la severa importancia que debe tener el rito oficiado en el claustro circular del ruedo. La número treinta y dos fue una corrida trágica y luminosa, como debe ser el toreo. De la sangre de El Cid a la espléndida bravura de “Chaparrito”, pasando por la tremenda densidad con que construyeron el argumento taurómaco el atrevimiento del inexperto Ángel Sánchez y el arte derramado entre aromas de torería por Pepe Moral.