Una de las propuestas de Andrés Manuel López Obrador es el eliminar los exámenes de admisión a las universidades públicas, garantizando a todos los aspirantes acceso directo a la universidad pública.
Evidentemente, la electorera propuesta. En un momento en el que cientos de miles de estudiantes de todo el país esperan el resultado de sus exámenes de admisión, le es altamente redituable, sabiendo que no sólo suma la simpatía de los jóvenes, si o también la de los padres de familia que hoy cruzan los dedos esperando que su hijo salga en las listas de aceptación.
Todos entendemos que las promesas de campaña en su mayoría quedan siempre en eso, en promesas. Sin embargo, de querer cumplir esta, las consecuencias de lo que esto traería es verdaderamente alarmante.
Y es que mientras el resto de las promesas electoreras de AMLO tienen la particularidad de que nunca ha explicado ni el cómo ni él cuando, en lo referente a la educación superior, sí ha sido tajante al aseverar que en su gobierno, ningún joven será rechazado de las universidades públicas.
Esta populista decisión ya fue probado en la Puebla de los años setenta y ochenta, cuando se admitió a todo aquel que solicitaba su ingreso a la entonces Universidad Autónoma de Puebla.
Todos los que lo vivimos fuimos testigos de los nefastos y catastróficos resultados.
El impacto negativo no fue sólo para la casa de estudios, sino para la sociedad en general, ya que al perderse la calidad de la educación de los egresados, la falta de empleos para quienes obtenían un título de la UAP era una constante.
De acuerdo a los reportes de la casa de estudios, entre 1979 y 1988 se hablaba de una matrícula cercana a los 100 mil estudiantes, ya que era el argumento para exigir más subsidio a la Secretaría de Educación Pública.
Los salones en la Facultad de Derecho tenían que dar cabida a un promedio de 90 alumnos en los primeros semestres, siendo que estaban diseñados para cuarenta o cincuenta y la deserción escolar era una constante.
De cada cien que ingresaban a la preparatoria, sólo tres o cuatro se titularon.
Las nuevas generaciones lo desconocen, pero, un requisito para poder ingresar a una empresa en ese tiempo, era no haber estudiado en la UAP, así de fácil.
El masificar la educación superior tendrá un costo social y engañará a los jóvenes que quieran estudiar en la universidad pública, en automático, bajará la calidad de la educación ya que los profesores no podrán dar la atención que requieren los alumnos, no habrá pase de lista ya que esto implica perder al menos 10 minutos de clase. Y esto sin decir que la infraestructura física y humana es insuficiente para albergar a tanto alumno, que por obvias razones, muchos de ellos serán verdaderos haraganes.
Ahora bien, no se trata de estar en contra de que se les ofrezca educación a todos los jóvenes, sólo que es notorio que la propuesta tiene un fin meramente electoral.
Una solución internacional para la educación superior es el de generar evaluaciones de competencias. En donde las escuelas técnicas tienen una función muy importante para capacitar e insertar a muchos jóvenes al trabajo productivo. Es así como se certifican niveles de competencia en áreas tan simples y socorridas como electricidad, plomería, carpintería, herrería, hojalatería, entre otros oficios que si son socorridos. Y otros en áreas más especializadas como la automotriz, energías verdes, nanotecnología y muchas más.
Hay que decirlo, el masificar la educación superior es una acción muy peligrosa, que deberá reflexionar y de preferencia recapacitar el hombre que parece será el elegido para gobernar a nuestro país.
Tan sólo de recordar a la UAP de los ochentas, comparada con la BUAP que hoy tenemos y pensar en regresar a esa época oscura de nuestra máxima casa de estudios, me dan escalofríos.
Por nuestro bien, espero todo quede en promesas incumplidas.