No soy aficionado al futbol y, por tanto, no sé tanto de futbol como aseguran saber los fanáticos. Esto lo digo, no porque a alguien le tenga con el menor cuidado si me gusta o no ese deporte, sino para advertir que mis opiniones en torno a este deporte no versan sobre la erudición histórica o de estrategias.

Soy hijo de un hombre que dedicó más de la mitad de su vida al futbol. Un hombre respetado y querido por futbolistas, entrenadores y funcionarios del futbol mexicano. Guardo con cariño ese momento en que Rafael Puente, a la salida de un banco, le dijo a mi madre, cuando mi padre ya había muerto: “su esposo es el único periodista honesto del futbol que he conocido. A sus pies, señora.”

En fin, yo no heredé esa pasión que tienen mis hermanos, mis sobrinos de la primera y segunda generación. Soy un practicante tardío del deporte -no del futbol- y durante algunos años me he encargado de coordinar el deporte universitario como actividad formativa.

Por eso me atrevo a hablar del futbol en este espacio y digo que el mundial de futbol es algo que me apasiona más allá de los resultados y, quiero decirle por qué.  

Particularmente en estas fechas en las que México está golpeado por ese encono de hartazgo y pugnas electorales, enfocar nuestros ojos a un grupo de jóvenes que -de manera simbólica- se unen en la esperanza, por fortuita e inmediata que sea, me parece algo muy saludable para un pueblo donde sus gobernantes mentirosos y  sus políticos corruptos hunden al país en la desesperanza,  y una caterva de asesinos es capaz de arrancar la vida sus hermanos en servicio del narcotráfico; en estos momentos, el probablemente absurdo grito de gol en un bar donde se abraza al desconocido, nos deja respirar un poco.

Nos hemos permitido hacer convivir las banderas futboleras con las banderas de la diversidad alrededor del emblemático Ángel de la Independencia y, a diferencia de nuestros fugaces actos solidarios en las desgracias naturales, nos vemos, quizás ilusamente, unidos, pero no por la muerte ni la desgracia, sino por una fantasía que, efectivamente, no nos quitará el hambre, no nos hará compararnos al nivel educativo y cultural de Alemania, ni nos sacará del subdesarrollo, pero nos hará recordar, por  90 minutos, que podemos vivir juntos.

¿Que en el futbol manejan intereses y componendas no muy limpias, desde los dirigentes hasta empresas de comunicación y cronistas? No lo dudo, pero -y perdón que cite de nuevo a mi padre- “cuando el balón está en tus pies, lo que piensas es en manejarlo de la mejor manera posible e, incluso anotar un gol”. Y eso, es una realidad alternativa que no puede corromperse.

Me gusta el mundial porque me hace pensar en ese “vs” que se usa para anunciar que un equipo se enfrenta a otro; pero me gusta ese “versus” porque para mí no es “en contra” es “confrontar”: confrontar tus capacidades deportivas, de honestidad y honor en competencia; confrontar tu superioridad o tu menor nivel… aprender a ganar, aprender a perder, a respetar al contrincante… aprender, en fin, en la confrontación.

No me ha resultado, en este mundial, nada tan significativo como el festejo de Panamá de ese gol anotado por su selección cuando ya habían recibido seis en contra. No se festejaba el triunfo, se festejaba la posibilidad hecha realidad, se festejaba la hermandad y el valor de haber respondido sin hundirse.

Me gusta el mundial porque aprendo que, en todo el mundo, el tramposo en el deporte, es tramposo en la vida; que una sola persona, por ser figura, puede cargar en sus hombros la responsabilidad que le endosa una afición; que ser juez es ser víctima de  la controversia y, a veces, de la agresión irracional.

No, no todo mundo es futbolero; pero quizás el hijo, el primo, el vecino, la tía… y quizás los veas sonreír porque su equipo ha ganado. No, no vamos a resolver nuestros problemas con el futbol, simplemente vamos a respirar un poco, a dejar por un momento, de tomarnos demasiado en serio.  Por eso me gusta el mundial.

Hasta la próxima.