No les he contado -y llevo semanas que quería hacerlo- lo que significa asistir a una corrida de toros en la ciudad francesa de Nimes. Acudir a Las arenas, el milenario coliseo romano que se usa como plaza de toros es trasladarse a otra dimensión. Uno mira los bloques de granito gris y se puede imaginar lo que a lo largo de más de veinte siglos, han visto esas piedras.

Pero no es, por cierto, tan sólo el anfiteatro milenario de ruedo elíptico lo que pone a la tauromaquia francesa en otra magnitud. Uno deambula por los túneles sorprendido ante la grandeza del ingenio y lo monumental del espíritu romano. Luego, las mismas gradas que hoy escuchan los olés, en tiempos lejanos, oyeron el griterío de los súbditos del emperador Augusto, cuando un gladiador le registraba la tripa a su rival para saber qué había desayunado.  No, no es la historia y la misteriosa seducción que encierra el coliseo lo que subyuga, es lo refinado con la que los franceses llevan a cabo la fiesta.

La mañana en que empezó la feria –la tarde anterior, hubo una corrida camarguesa, pero de ella hablamos otro día- en la primera corrida a la española, después de que las cuadrillas partieron plaza acompañados por las notas de la marcha de “El toreador”, de Carmen de Bizet, cuando el desfile de toreros llegó bajo el palco de la presidencia, la banda y el público rompieron con el canto de La marsellesa, que además de la bandera tricolor, eso también es Francia, su orgullo y su vena. La vehemencia del canto, la solemnidad con que los espectadores la entonaron y la impecable interpretación de la banda hicieron que la emoción nos desbordara.

En Nimes tienen una desmedida afición a los toros, a las mujeres vestidas a lo flamenco, la cintura ceñida y las ancas de jaca de rejoneo forradas de tela de lunares, mantón, moño y claveles incluidos, guapas como diosas. También, a la paella y a los restaurantes con las paredes tapizadas de Vírgenes españolas y fotos de toreros, es decir, a lo andaluz.

Tengo la memoria repleta del respeto que la afición gala siente por la tradición taurina. Por ejemplo, recuerdo el finísimo y bravo encierro de Partido de Resina, los cárdenos plateados de Pablo Romero fueron una delicia, salieron bravos, aunque tuvieron sus complicaciones. De una lámina imponente, cornivueltos astifinos y astilargos, los cabos delgados y la borla del rabo hasta el suelo, fue una corrida entipada, armónica y pareja, de toros guapos.

Guardo un recuerdo conmovedor de la faena de Juan Bautista a un noble “juanpedro”. El festejo fue a mediodía, por lo que tuvo una luminosidad aún mayor. El torero de Arles bordó una faena impecable y de un gusto exquisito. A la memoria en el apartado de lo excelso, van los lances de recibo. Fueron cuatro mandiles de terciopelo y sin enmendar un milímetro, ligados a dos verónicas portentosas y estas, a una revolera, que –por si fuera poco- a la serie se sumaron las tomasinas. El conjunto tuvo una belleza portentosa y el ritmo sublime que posee el arte mayor.

A su vez y entre otras cosas, Nimes me hizo admirar el señorío y la categoría de los toreros franceses Thomas Dufau y Juan Leal al cante. También que, por otra parte, me declarara yo, “poncista de la secreta”. Es que no es lo mismo ver a Enrique Ponce en cualquier plaza de México, que admirarlo en un coso de primera en Europa. Sus derechazos fueron majestuosos, además, mientras el maestro toreaba como si estuviera soñando, la banda interpretó la pieza Cantaré, cantarás. Las lágrimas se me escaparon cuando siguieron con El oboe de Gabriel, la inconmensurable pieza que Ennio Morricone compuso para la película La misión.

Por si faltara un placer para exaltar los sentidos, los nimeños parten la corrida a la mitad con viandas y jarras de vino rosado. En los festejos matutinos, comen bocadillos ibéricos. En las corridas de la tarde, doblando el tercer toro, se engullen galletitas y repostería francesa.

La fiesta de toros tiene un bastión en la Francia. Si no me creen echen un vistazo a los puyazos que se pegan en las plazas gabachas y lo buenos que son sus varilargueros. Eso es fomentar la bravura.

Además, las calles aledañas a Las arenas son una fiesta jubilosa. Me pregunto, ¿qué hubiera pasado si otro Hemingway aterriza en Nimes durante la feria de Pentecostés, como el original lo hizo en Pamplona?. Tendríamos novela, más visión cosmopolita del toreo y su maridaje con el delirio callejero.

Al final de una tarde, pletórico, el que esto firma comentó en voz alta lo exquisita y sensible que había sido la corrida, a lo que un vecino francés contestó en perfecto español: “Es que venir a los toros en Nimes, es como asistir a la ópera”. ¡Exacto!, pensé, así de delicado, culto y sensible, como asistir a la ópera.