Con la camisa blanca manchada de tintorro, el fantasma de Ernesto Hemingway, boina y faja roja, ya recorre jubiloso las céntricas calles de Pamplona. Entre canciones, mujeres guapas, multitudes y olor a toros bravos, el viejo de barbas y pelo completamente canos se suma a la fiesta y celebra lo que tanto amó cuando estaba vivo.

Los mozos corredores se acercan a la calle de Estafeta. Somos el homo ludens y respondiendo a llamados ancestrales nos gusta jugar, aunque en ello nos vaya la vida. Tal vez, esa sea la razón fundamental por la que miles de hombres y mujeres, por estas fechas y a las ocho de la mañana, están puntuales en esas calles míticas, en las que el subidón de adrenalina será el único premio por asomarse a la muerte al correr el encierro. Eso, y si hubo suerte, haber encontrado toro y luego, poder contar las incidencias durante el desayuno en la barra de un bar de paredes adornadas con carteles de toros y fotos de toreros.

Es una hazaña correr en la calle entre una muchedumbre ante la media docena de toros bravos más los cabestros, con el riesgo auténtico de recibir una cornada de muerte, por lo menos una paliza fenomenal y salir indemne. Es una proeza fundirse a la estampida de vértigo, los nervios dominados, que la templanza, la mesura y la circunspección, adornan la estampa y permiten correr como está mandado.

El ponerse en una situación de tan alto riesgo y estar dispuesto a ofrendarse en ello, es lo que eleva las carreras pamplonicas a la dimensión de un rito. Esa posibilidad de ser corneado en plena calle sin tener ningún resguardo, ninguna cédula que garantice el final feliz de esta aventura y sobre todo, por el simple gusto de hacerlo. La liturgia y la tradición son las características que alejan a los encierros de un deporte de alto riesgo, de una actividad meritoria, de un pasatiempo paranoico. No hay laureles, ni réditos capitalizables, ni adquisición de poder, ni notoriedad sobre el resto de los corredores, aquí, lo único que se consigue es la corona de héroe solitario, profuso y anónimo.

Si no hay provecho, ni ganancia, ni conveniencia, entonces, ¿por qué nos gustan tanto los encierros de Pamplona?. Si es que  la vida algún día nos cumple el sueño, ¿por qué estamos dispuestos a correrlos?. No hay respuesta a preguntas tan complejas. Sólo podemos responder que nos gusta jugar y la esencia del juego es un misterio.

Cuando ustedes lean estos renglones, ya habrá estallado el cohete, anunciador de que en los sanfermines de este año, se ha abierto por primera vez, la puerta del corral de Santo Domingo.

Con la ilusión de un niño esperamos cada siete de julio. Nos urge ver salir a los cabestros, adelantarse y tras ellos, los toros disparados que a los pocos metros, rebasarán a los bueyes para encontrarse con el gentío delirante y jubiloso, dispuesto a derramar su sangre en esta fiesta.

Hay una frase escrita en la pared de una calle de esta mi poética Puebla de los Ángeles. La propuesta clandestina y de clara intención erótica, no deja resquicio a la negación: “Si emociona pensarlo, imagínate hacerlo…”. Pues, nada, lo mismo, si emociona pensar en ponerse delante de los toros en una carrera frenética, imagínense hacerlo. Lo he pensado muchas veces, camisa blanca y perfectamente planchada, los pantalones del mismo color y por supuesto, la pañoleta roja anudada al cuello. Echar a correr entre el ímpetu, la tradición y los simbolismos, cuando todo se desvanece y sólo cuenta lo que ocurre en ese instante.

Es atávico correr encierros, ya lo hacían los hombres de la Edad de Piedra, lo dejaron pintado en las cavernas. Al ser humano siempre le ha gustado ser protagonista en el torbellino que es el bello juego de sentir los pitones rozando la espalda. El gran Hemingway tenía razón, cuando nos hizo intuirlo en su novela Fiesta, que la vida es bello peligro, una parte de magia y la otra de tragedia.