El excandidato del PRI a la gubernatura, Enrique Doger Guerrero, en conferencia de prensa de ayer domingo se esmeró más por levantarle la mano a la gobernadora electa, Martha Erika Alonso Hidalgo, que en hacer un análisis autocrítico de la escandalosa debacle de su partido en Puebla.

El PRI parece que no existe más. Apenas tendrá en la entidad un diputado de mayoría relativa y ni cerca estuvo de ninguna de las 15 curules federales que se disputaron en el estado.

En 2024, cuando nuevamente se dispute la titularidad del Poder Ejecutivo en Puebla, el PRI sumará 14 años consecutivos desterrado de Casa Puebla y ni en la más febril imaginación hoy podría pronosticarse un milagro que, para entonces, lo haga competitivo.

Para ese año, dentro de seis años, posiblemente ya ni siquiera exista como partido. El futuro inmediato que se les viene encima a los priistas, sobre todo a los de la burbuja, acostumbrados a lujos y despilfarros, será apocalíptico.

Ya no habrá curules, ya no habrá cargos, delegaciones federales ni acomodo siquiera en algún otro estado con gobierno tricolor. ¿Cuál? Casi ya no hay.

Si en los meses pasados se dio un éxodo de priistas oportunistas al Movimiento Regeneración Nacional (Morena) en busca de candidaturas y de sí se consideró indigno, ¿cuál será el adjetivo que recibirán aquellos que ahora, con tal de salvar la quincena, un apenas mediocre ingreso en la administración pública, busquen refugio en la nueva burocracia federal morenista?

La debacle del PRI no se construyó en un día ni en una elección. Más allá del debilitamiento ideológico, de la mezcla de los “valores de la herencia revolucionaria” con el pragmático pensamiento de derecha, hay en este naufragio definitivo una cadena de yerros, abusos y excesos.

En Puebla, no todo es culpa de los priistas poblanos, aunque sí mucho de ésta es responsabilidad de su tibieza, complacencia y falta de visión y capacidades.

Tibieza ante las decisiones del Comité Ejecutivo Nacional (CEN) y Los Pinos, que en más de una ocasión los entregaron a las garras del morenovallismo. Fueron carne de cañón y moneda de cambio para las negociaciones con Rafael Moreno Valle.

Complacencia, porque siempre vieron, supieron y comprobaron la operación de los traidores y aun así les siguieron dando candidaturas y cargos. Masoquismo político absoluto. Tras la violación metafórica, regresaron a los brazos del agresor una y otra vez.

Falta de visión y capacidades, porque la advertencia de lo que venía con el efecto AMLO estaba muy cantado.

Antes, además, los priistas no supieron ser oposición ni aprovechar los agravios y heridas que el morenovallismo dejó en millones de poblanos, para apuntalar su causa.

Sabían de los vacíos de representatividad que dejaba este sistema en la sociedad y se negaron a ser humildes para buscar, con tiempo suficiente, llenarlos. Las campañas de este 2018 y las inmediatas anteriores fueron muy grises.

Lo más lamentable son las generaciones de priistas, aquellos que tienen 35 años o menos, que se han jugado con convicción con su partido y que primero fueron desplazados de las candidaturas y que ahora ya no tienen expectativas de éxito si permanecen en el tricolor.

Lo que queda yo del PRI pareciera una horda de ciegos, en una ciudad de escombros.