Lo he dicho otras veces y lo repito ahora, porque estoy convencido de ello. Si los antis visitaran una ganadería, se enamorarían del toreo. El mágico mundo de los capotes y las muletas, el principio del rito iniciático para cualquiera que quisiera convertirse en adepto al toreo, debería tener por puerta de entrada el campo bravo.

Lo que pasa en una corrida atañe al deleite que provoca la experiencia estética; lo que se vive una tarde caminando tras los cercados de los potreros, corresponde a la experiencia mística. En el campo se comprende el asunto de raíz y como si se viera a una mujer desconocida y bella, allí, se vislumbra la mágica posibilidad de enamorarse. Sí, es cierto, el toreo es cruel, sangriento, tramposo, corrupto, negocio sucio. Pero nadie que haya visto a un torero enhilar naturales templados una tarde luminosa en la plaza de Las Ventas, podrá negar que ese es el espectáculo más bello, impresionante y conmovedor que haya gozado en su vida. Igual, nadie que en la pradera mire a un toro levantar la cabeza con los pitones astifinos apuntando al cielo, querrá que se acabe el toreo y con ello, que los toros de lidia se extingan porque esté prohibido torearlos.

Lo más bello de la tauromaquia es el toro. En cualquier caso, desde la perspectiva del toro se interpreta mejor y se agradece más el magnífico arte de la lidia. Se preguntarán ¿qué le ha picado al escribidor, que nos sale con este rollo?. Nada o todo, es decir, lo de siempre. El que esto firma fue de paseo al campo bravo, por eso, lo sostengo convencido: No hay un animal más guapo y majestuoso que un toro.

Imaginen el cuadro, Tenexac en una tarde plomiza. Al fondo del horizonte, serpientes de luz bajando violentas desde el cielo. El potrero era una alfombra de hierba verde, sobre ella, bajo los sabinos, nos observaban los toros cárdenos, algunos casi ensabanados. Toros que arrancan al galope, viento de libertad que es rasgado por los filosos pitones y borla del rabo ondeando como una banderola. Luego, vuelven despacio, se detienen. Un toro blanco, cornivuelto y astifino, bocinero, de hocico chato y morrillo de bola astracanada, se adelanta unos pasos, las patas bien plantadas, nos mira con sus ojos fijos y las orejas aguzadas. Retador parece un gallo, por algo, los vaqueros que son lingüistas con especialidad en manejo de metáforas, a esa postura la llaman engallarse. La advertencia es clara, mejor alejarse unos pasos, muchos pasos. Hay que respetar fronteras, que las únicas que tienen pasaporte son las garzas.

Santiago Villanueva Yano, amigo entrañable y hospitalario, calla y me deja estar. Él, que vive entre los toros, conoce de qué va la cosa. Sabe que permanecer de pie, a punto de levitar, inmóvil tras los alambres de púas, en silencio absoluto y con la vista fija en los toros que se espantan las moscas mientras, a su vez, nos observan a nosotros, es experiencia mística pagana. Nunca como en ese momento se funde el alma con lo sagrado.

Potrero adelante, las vacas bravas, señoronas preciosas de largos pitones retorcidos, nos miran displicentes. La hierba alta les roza las ubres y un becerro recién nacido se levanta y tambalea tembloroso.

Se entiende con claridad: todo deja algo bueno, la mejor enseñanza que me han dado los antitaurinos es que nunca debo decir que no, sin haber comprendido bien a lo que me estoy negando.

Sí, no hay duda, por estas escenas de campo bravo, siluetas de toros a contraluz en el púrpura del atardecer y a nuestro regreso a la casa solariega, lomos de plata reflejando luz de luna, uno se recrea jubiloso, porque tal vez mañana, en un mes, el doce de agosto en Teziutlán, cualquiera de estos toros, soberbio y hermoso, el pelo brillante y la cornamenta tableada, se va a plantar en los medios mirando a todos con desprecio, un capote lo llamará discreto y la arrancada tras la tela que lo cita tendrá la fuerza de una tormenta. Así, con esta obertura rimbombante y estrepitosa, empezará una vez más, el espectáculo más bello y conmovedor del mundo.