¡Claro que no!. No es lo mismo ver los toros desde la barrera. Desde ahí, se aprecia otra corrida, ¿artística?, sí, pero sobre todo, se conoce en su entramado laboral. En el callejón, por ejemplo, se nota el sudor que mancha la taleguilla de los toreros; se constata que los héroes respiran agitados como los simples mortales; desde ahí, también, se escuchan las quejas del toro, se observan los coágulos que escurren por sus lomos. En el callejón se oyen los reproches que a veces, hacen los apoderados a sus poderdantes. Se mira al mozo de espadas obsequiando una pastilla de menta a su matador.  Desde ese sitio, el drama del toreo se vive con más intensidad.

El sueño de todo aficionado es ver los toros desde el callejón. La barrera es el último puesto de seguridad que libra el ingreso al laberinto al que se atreven los Teseos, esos héroes contemporáneos vestidos de luces. El callejón es lugar en el que muy pocos privilegiados, tienen licencia de codearse con los dioses.

Hay una diferencia enorme entre ver los toros desde la grada, que verlos en el callejón. Una tarde, fui testigo de cómo el toro estoqueado y tendido sobre la arena, derramaba una lágrima antes de cerrar ese ojo, que al estar de costado, era el único que apuntaba al cielo. La gota de tristeza rodó lentamente cuesta abajo, después el animal cerró el párpado y se murió. Desde entonces, juré enarbolar la bandera de lealtad al toro. Eso, me ha distanciado de matadores y –como decía Jack Palance, “aunque usted no lo crea”- de ganaderos. Cuando se lo comenté al médico veterinario don Benjamín Calva, científico como lo es, me contestó: “Fue un objeto extraño el que se le introdujo en el ojo. Lo estás humanizando”. Pero, no, yo sé que ese cárdeno lloraba al no comprender por qué le había correspondido esa suerte.

El callejón nunca es camino al triunfo –ese, se encuentra en el diámetro del ruedo- sino al cloroformo y a la funeraria. Por ese mítico camino han llevado heridos de muerte a casi todos los toreros que ofrendándose, han elevado la tauromaquia a nivel de rito cósmico. Gotas de sangre de José Cándido, Curro Guillen, Pepe Hillo, Pepete, Bernardo Gaviño, El Espartero, Antonio Montes, José Gómez Joselito, Manuel Granero, Litri, Carmelo Pérez, Gitanillo de Triana, Sánchez Mejías, Alberto Balderas, Pascual Márquez, Manolete y Carnicerito de México, Paquirri, Yiyo, Pepe Cáceres, Víctor Barrio, Iván Fandiño y otros, sumadas a las gotas carmesíes que han dejado las venas de novilleros, banderilleros, picadores, ayudas de plaza y más, que han manchado con goterones de su vida el piso de ese trayecto. También, en ese camino ha quedado la impronta de otros que sin derramar su sangre y con la piel entera, han caído, El Pana al cante.

En los toros, el angostillo es circular y durante la lidia, como todo callejón que se precie, no tiene salida. Sin embargo, contrario a la frase hecha, en este país, todos los callejones tienen salida. Capten el doble filo: esa salida conduce a la funeraria y para los deudos, al Ministerio Público, pero eso es otra cosa.

Volviendo a la plaza, lo malo es que el pase a ese lugar místico resulta prácticamente imposible. En la puerta de acceso siempre hay un guardia, un cancerbero, un guarro, un gorila, que impiden el acceso. El caso es que el que esto firma fue a narrar para Tlaxcala Televisión la novillada en que se presentó la ganadería de Núñez del Olmo. Portando la pulsera que acreditaba su pase al callejón, como quien lleva en la muñeca la entrada al paraíso, me acerqué a la puerta, sólo para enterarme que el productor de la tele tuvo miedo a que una nubecita cárdena con forma de vaquilla -a la que confundió con el Miura negro de un aguacero- desguazara sobre sus cámaras y micrófonos. Aunque creo que, en realidad, tuvo miedo a estar ahí, en la frontera misma de la muerte dónde pueden saltar los toros y caerle a uno en la cabeza. Por ello, nos mandó a narrar la corrida desde las últimas filas de la plaza Ranchero Aguilar, de Tlaxcala. El único atenuante ante tal oprobio, fue que compartimos micrófono con el matador José Luis Angelino y con sus comentarios aprendimos más del difícil arte de ver toros.

Los de Núñez del Olmo se portaron muy bien y salieron buenos. Todos fueron aplaudidos de salida y cinco de seis, ovacionados durante el arrastre. El primero fue importante, más noble que bravo. Gerardo Sánchez casi estuvo a la altura. El segundo, un berrendo aparejado con unos pitacos muy respetables salió bravísimo, pero se caía no tanto por debilidad, sino por alguna lesión o enfermedad, le correspondió a Ana Paola Hernández, que valiente, estuvo decorosa. Alan Corona lidió discreto al tercero, un novillo colorado que también fue bueno. Juan Pedro Herrera estuvo muy torero con un cárdeno oscuro. Rafael Soriano toreó un novillo casi toro, precioso, cornivuelto y muy fino, que se escapó de un libro de historia de la ganadería de San Mateo. Soriano le puso imaginación con el capote y nos presentó un bellísimo lance de su invención y al que bautizó como “El quite de la bailarina”. Luego, con la muleta lo lidió con arte y al final, rescató del cajón de los olvidos el toreo de pitón a pitón, señorial y poderoso. Este torero llegará lejos. Finalmente, Jorge Esparza hizo esfuerzos loables con un buen toro que en los primeros lances se estrelló contra el callejón –la frontera mítica- y se lastimó una mano.

Todo esto se los cuento, visto desde la nebulosa de las alturas, atisbando con nostalgia, ese burladero interior de transmisiones, en el angostillo mágico, allá, tan lejos y tan cerca, ese rincón que separa con tablones pintados de rojo, la gloria de lo pedestre, lo trascendente de lo ordinario.