Así, uno se reconcilia con el toreo y renace la esperanza. Con ferias como la de Teziutlán, la tauromaquia no va a terminar como párrafo en los libros de historia de la cultura; los trastos y vestidos de torear no acabarán como piezas de museo y los toros y vacas de lidia no serán exhibidos en zoológicos. Las tres cosas conllevan un desamparo cruel y una melancolía extrema. Es que unas líneas sobre la tauromaquia fuera de un libro de toros son palabras hurañas y para personas ajenas, que poco entenderán la esencia, de esas que hasta lo confunden con el rodeo. Un vestido de torear en una vitrina fuera de un museo taurino, es una invitación a la nostalgia y no imagino cosa más deprimente que pensar en una vaca, un becerro y un toro encerrados en una jaula de zoológico.

La corrida de Piedras Negras fue reconciliadora y tuvo la intensidad que siempre hay en la arena cuando esta casa se presenta. Aunque el encierro no fue parejo y a tres les faltó remate, la corrida fue muy respetable, sobre todo, primero, segundo y quinto. Además, salió brava a pesar del sexto al que le faltaba raza, pero toda ganadería encastada siempre debe presentar la excepción que confirme la regla.

En cuanto el toro piedrenegrino salta a la arena mostrando su casta, su poder y movilidad, resurge la emoción en el ruedo y todo cobra importancia. Los toros de don Marco Antonio González eran guapos y en sus capas cárdenas traían el certificado de la venerada casta del Saltillo. Con su comportamiento rindieron culto a sus ancestros. Fue un lujo verlos acometer a los capotes y embestir a las muletas.

Trascendía barreras, tendidos y generales lo que Jerónimo y Joselito Adame hacían en el plató. Si uno no tiene la percepción necesaria, la corrida transcurrió como todas las corridas en este mediocre país. Los matadores se afanaban más en parecer que en ser, es decir que recurrían a componer la figura sin anteponer la verdad del toreo. Algunos subalternos con más miedo que un perro en un columpio, hacían trampas. Otros no, como Carlos Martel que se la jugó en todos los pares que puso. En su primero, el juez le regaló dos orejas a Joselito Adame, en realidad, no se merecía ni una, porque su liviandad y triquiñuelas fueron puestas en evidencia por el bravo toro “Siete Mares”, que acabó aburrido sin embrocarse con un diestro de su nivel. Aunque el coleta de Aguascalientes citaba de frente ofreciendo el pecho, sólo cargaba la suerte en el primer muletazo, después, ventajista, se aliviaba y hasta la descargaba. Menudo escalafón tenemos, Adame mantuvo brillando su corona que lo entroniza como monarca del toreo barato. En sus tres toros toreó con maestría al público, pero no a los toros.

Por su parte, Jerónimo apuntó detalles de gran valía, al cante sus verónicas, sin embargo, cumplió sin aplicarse a fondo y toreando con mucha prisa. Falta imaginación y osadía, por ejemplo: ninguno de los dos espadas recordó que a los toros bravos hay que ponerlos lejos del caballo, y tampoco se les ocurrió que hubiera sido mejor olvidarse de la puya “leona” y armar las varas con puntas menos fieras, para poner los toros dos o tres veces al caballo. Si bien nunca apareció la disposición heroica ni la torería de primer orden, no pasábamos la tarde como siempre, porque eran toros de Piedras Negras y eso, borraba las notas decadentes de la modernidad deformada.

No obstante, ya íbamos de ganancia, el ganadero más con un cuatro a cero contundente, entonces, salió el quinto de la tarde. Un cárdeno precioso, bien armado y largo como un día de ayuno. Desde la primera arrancada, “Mezcalero” nos confirmó que era un “piedras” legítimo, combinación de fijeza con prontitud y movilidad. El aquí estoy yo, lo declaró Jerónimo largando lona con unas verónicas sentidas. El toro cumplió muy bien en el cañonazo de la suerte de varas. Persiguió a los banderilleros y luego, en la muleta se creció en todos los órdenes. Su bravura iba a más en cada cite, su nobleza ascendía en los embroques y a cada muletazo superaba su buen estilo para meter la cabeza. Jerónimo lo toreó dispuesto, tres derechazos sublimes marcaron la faena.

Algo tienen los toros bravos que siendo fieros, uno los recuerda -incluyo a su matador- con gratitud y cariño. Así fue este “Mezcalero”. Un toro que ante todo con su bravura, y luego, con su nobleza y buen estilo, nos demostró que el toreo ni es grotesco ni una farsa y que vale mucho la pena ser aficionado. También, reafirmó nuestra fe en la casta y que los toros de casas como Piedras Negras, Tenexac y De Haro -la bravísima trinidad- no son duros, sólo son toros y se comportan como se debe comportar un verdadero toro, así de simple. La ilusión pervive pintada de rojo y negro.