Lector querido: supón que de repente cometes una barrabasada, una regada de tepache monumental, que te hizo pensar que eres alguien de lo peor. De seguro te sentirás mal, un ser horrible y pecaminoso, si crees en alguna religión. Lo curioso del caso es que ya sea que creas o no en algo o en alguien, de todas maneras te sientes mal contigo mismo. Algo muy dentro nos dice: “Actuaste de manera equivocada”. 

La gran pregunta es: ¿Si no creo en nada ni en nadie, por qué siento lo que siento, por qué me siento mal, culpable? Para los que saben de estas cosas, este malestar es causado por nuestra propia consciencia que, para acabarla de jorobar, no sabemos qué es, en dónde se encuentra, ni cómo funciona…Pero el caso es que provoca que yo me sienta mal conmigo mismo.

Si la soberbia o nuestro ego son tan grandes que no nos permiten aceptar que actuamos mal, entonces descubriremos mágicamente, que invariablemente el culpable de nuestro error, el causante de que uno se sienta mal, es el otro.

Nuestra mente se vuelve mañosa. Intentará por todos los medios convencernos de que nosotros siempre tenemos la razón en todo lo que hacemos,  “pensamos” y decimos. Difícilmente nos permitirá aceptar que pudiésemos estar equivocados en algo.

Aquí vemos el choque entre dos titanes intangibles, hábilmente disfrazados: La soberbia y la consciencia.

Descubrir la dimensión de nuestro ego es un trabajo arduo y doloroso, tanto o más que el encontrar la razón de ser de nuestra desconocida consciencia. Enfrentar la raíz de nuestra fragilidad suele ser muy doloroso, porque tiene raíces muy profundas, con las cuales construimos nuestra personalidad y nuestro ego, el lugar en donde se esconde la soberbia, pero, ¿en dónde encuentro a mi consciencia, quién la formó, cómo, para qué?

That is the question…, diría Shakespeare.