Cuando los habitantes de San Vicente Boquerón, en Acatlán de Osorio decidieron quemar vivos a dos labriegos no tenían forma de saber que con esa reacción colectiva estaban reviviendo un episodio sangriento ocurrido hace medio siglo, el 14 de septiembre de 1968 con la masacre de Canoa.

Como cadáver insepulto, el hedor de los hechos sangrientos que se suceden uno tras otro tiene un hilo conductor que alimenta el subconsciente de quienes deciden convertirse en justicieros anónimos que luego devienen en vulgares asesinos: lo hacen porque se puede y porque la autoridad difícilmente pondrá en la cárcel a Juan Pueblo.

Es la impunidad que alimenta un sistema insepulto que suele arrojar como saldo mortal un número indeterminado de víctimas ultrajadas, golpeadas e inmoladas como ofrendas a una deidad que los pueblos de México suelen venerar: el dogma de fe. La acción colectiva que se niega a ver lo obvio a cambio de la creencia ciega.

La matanza de tres trabajadores de la Universidad Autónoma de Puebla y un habitante de la junta auxiliar, ubicada en las faldas de La Malinche tiene un halo mítico por razones diversas: no se había suscitado hasta la segunda mitad del medio siglo pasado un linchamiento de tales características, y al mismo tiempo, abriría la puerta a la virtual violencia de Estado en contra de la generación de jóvenes de la época, catalogada por la clase dominante de entonces de comunistas y rojillos.

La coincidencia de fechas y acontecimientos entre Canoa en septiembre de 1968 y el Acatlán de Osorio, el 29 de agosto de 2018 existe una interminable lista de sucesos violentos en los que el pueblo justiciero advierte riesgos inminentes ante la presencia de lo desconocido: diversidad de creencias, orientación sexual o, simplemente la otredad.

En 1968 estaba ya como olla de presión la movilización estudiantil derivada de la intromisión policiaca y militar en las escuelas vocacionales del Instituto Politécnico Nacional y las prepas de la Universidad Nacional Autónoma de México, en la capital del país.

Un poblano y su impericia, como el presidente Gustavo Díaz Ordaz llevarían el país a una crispación histórica por la persecución de la clase estudiantil. Obstinado en ofrecer un país moderno y en paz ante la proximidad de la Olimpiada de ese año en México, eran telón de fondo de una puesta en escena que terminó por fracasar.

Ignorantes del contexto histórico de los sucesos de 1968 que este año cumple su primer medio siglo, los habitantes de la comunidad perteneciente a Acatlán de Osorio volvieron a colocar a Puebla en el mapa de riesgos en el peor momento, en detrimento de la tranquilidad de quienes hacen turismo mochilero o se aventuran en los pueblos apartados por razones diversas.

No hay autoridades estatales y federales con la capacidad y determinación para resolver temas de extrema urgencia como el expediente de San Vicente Boquerón. Las que están ya se van y las que vienen, aún no tienen el control ni el margen de maniobra para encontrar un remedio.

La historia puntualmente contada en la cinta Canoa (Felipe Cazals 1975) debería ser materia de estudio o llevada a las comunidades apartadas como cine rodante para evitar repetir la penosa historia que ahora tiene otra vez, en el mapa de la violencia, al territorio poblano.