Insistía una amiga fortificando su necedad sin fisuras, que los niños no deben asistir “a ese espectáculo sanguinario que es una corrida de toros”. La discusión me dejó pensando: ¿Por qué es importante que los niños asistan a la plaza y aprendan de toros?¿Sólo por el derecho a la libertad, que tienen sus padres de elegir lo que consideren bueno o malo para ellos?. No, no es por eso. Los niños deben tener la opción de asistir a la plaza, si sus padres tienen ganas y dinero para llevarlos, porque la corrida es un gran espectáculo, uno de los más bellos, emocionantes y luminosos. Pero, sobre todo, por las enseñanzas colaterales que conlleva la lidia.

Por ejemplo, el ruedo es un escenario espléndido para entender conceptos duales como miedo y valor, mansedumbre y bravura, nobleza y lealtad. La corrida de toros es una lección de antropología filosófica y también, de formación humanista. ¿Todas las corridas? No, desde luego. Únicamente las que están cimentadas en la verdad.

A mí, como a casi todos los devotos y cofrades del ámbito taurino, desde muy niño, mi padre y mi abuelo me llevaron de la mano a los toros. Eran tiempos en que cosas como esta no se cuestionaban, ni los psicólogos ni los sicopedagogos se habían adueñado de la educación infantil. Ir a los toros era algo tan natural como jugar a indios y vaqueros, en esos tiempos, tampoco estaban censurados arcos, flechas, pistolas y rifles de juguete, que nos sirvieron para entender que en la vida, a veces, es necesario plantar jeta por defender la justicia, la verdad o los ideales, conceptos que en cualquiera de los dos bandos nos tocaba salvaguardar, a pesar de que Hollywood, persistentemente, se empeñó en enseñarnos que apaches, alemanes y japoneses eran los malos.

En el Toreo de Puebla, dentro del palco de la familia, el niño que fui escuchó a sus mayores discurrir acerca de la primacía de la verdad sobre la belleza, de la ética sobre la estética, concepciones de las que en el toreo, se ha hablado siempre. Cincuenta años después, Francis Wolff escribió un libro precioso, Seis claves del arte de torear, en el que asevera que: “La corrida de toros consiste en esta fusión de los valores estéticos del arte con los valores éticos de la existencia”.

El niño aquel comprendió, también, que la corrida de toros hace de la muerte un rito, la envuelve en símbolos, la revierte como algo solemne, sustancial, fundamento de la vida. La corrida hace de la muerte no una derrota, sino el remate y conclusión de la existencia. Cuando el toro se desploma como lo hace una catedral –me gusta esta analogía- los que lo amamos no celebramos su muerte, el festejo que estalla en aplausos se debe a que ha triunfado el Hombre, no el torero, sino todos los que estamos ahí y que en ese momento, somos el diestro.

Aquel niño se llenó el corazón y la memoria de lo que escuchó decir en la plaza. Luego, la literatura ensanchó su manera de pensar y descubrió que las dos disciplinas confluían en un río muy bello que se llama narrativa de la torería, desde entonces, sintió a sus héroes de luces más héroes y cuando en el otoño de su vida se puso a escribir una tesis doctoral, quiso hacerlo acerca de eso que había embellecido toda su vida.

La narrativa de la torería está repleta de ideales: grandeza del toreo,  estética del conjunto hombre-toro y los valores eternos como la templanza, serenidad, valentía, espíritu de sacrificio, dominio de la voluntad, superación ante la adversidad y dignidad en el dolor. En realidad, de eso hablan los relatos taurinos.

Por eso, cuando otra amiga lo invitó a prologar un libro de toros para niños, aceptó gustoso. Que una mujer gaste su tiempo, sus ilusiones y energía en defender el rito anacrónico y que lo haga desde la perspectiva más noble, es decir, enseñando a los niños, demuestra un amor a ultranza por la fiesta. Mary Carmen Chávez Rivadeneyra, valiente, firme y solidaria defendió su trinchera y lo hizo plenamente convencida. Su libro Mi capote de paseo es prueba y empeño de ello, por eso, el niño del que les hablaba, ya hecho hombre, orgulloso y contento, aceptó a sumarse al cometido, escribiendo el prólogo.