Cuando el Pep Guardiola versión “un tercio atlixquense, un tercio tapatío y otro tercio catalán” (es decir, mi papá) y yo acordamos ver un partido de futbol juntos, esto significa que mientras él lo disfruta a sus anchas —que nunca han sido anchas—, en la sala de televisión, yo —con las mías, que ya no son tan anchas—, lo veré en mi antiguo cuarto.

Salvo contadas excepciones, como los duelos entre mi Franja y sus Chivas, o los de la selección nacional en Copa del Mundo (pero nunca un Real Madrid contra Barcelona, por razones que hoy no serán reveladas), la única regla no escrita de esta liturgia es: No verlo juntos.

Eso sí, cada ciertos minutos, como para no perdernos la costumbre, uno va al otro para comentarnos alguna jugada, burlarnos del cronista, pitorrearnos de algún jugador que nomás no tragamos o aventarle de porras al que nos cae a todo dar, para luego regresarnos a nuestros aposentos.

El ritual me recuerda mucho a aquella frase de Gabriel García Márquez sobre Álvaro Mutis: “Nos vemos muy poco, y sólo para ser amigos”.

El viernes pasado no fue la excepción. Se trataba del estreno de Ricardo Ferretti —que no fue estreno—, en este nuevo proceso mundialista —que tampoco es proceso—, ante Uruguay de Luis Suárez y del maravilloso y entrañable Eduardo Galeano, quien cuatro días antes habría cumplido 78 años.

Al principio he de confesarles, el Pep y yo nos desconcertamos un poco, por no decir que mucho; el once inicial del equipo de todos —que nunca ha sido de todos sino de unos cuantos, pero cómo insisten con eso—, era un golpe tremendo al pasado.

De no ser porque El Tuca, investido en ropajes tricolor, aparecía en todos lados, el Pep y yo jurábamos que aquella alineación —la cual, cosa rara, ahora sí nadie se encaprichó en criticar y destrozar sin reparo por no tener un medio de contención nominal o por usar jugadores fuera de su posición—, era obra del vilipendiado y exiliado Juan Carlos Osorio (quien, dicho sea de paso, ya se libró de todas estas hienas y ahora dirigirá al representativo de Paraguay).

Al partido y al equipo mexicano, le dolió todo. Tanto así que, cuando se dio cuenta de lo poco que tenía enfrente, y yendo en contra de lo que su rocosa y estricta cultura futbolística le demanda, Uruguay se dio el lujo de ponerse a jugar. De vez en cuando, le tocó sufrir por culpa de Hirving Lozano, pero eso se daba más por una consecuencia natural del juego que por un plan ejercido desde la banca mexicana.

Al final, el Pep y yo coincidimos en que las mejores noticias de la noche habían sido tres: la primera: la participación del Chucky; la segunda: el ingreso de Roberto Alvarado y de Diego Lainez (de quienes nos siguen bastando dos jugadas para desear que algún visor de un club holandés o francés los secuestre y, así, no verlos de regreso a México); y la tercera: haber silenciado la televisión, ante el bochorno de las transmisiones, donde ya nadie se libra de hacernos sentir vergüenza ajena.

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.