Cuando se carece de respuestas y se propicia la frustración social por falta de una real justicia pronta y expedita, se llega a la ocasión de abrirle la puerta a la más sonora y lamentable barbarie. No son casos aislados que se sustenten en lo fortuito de los hechos, estamos en un auténtico contagio de ira colectiva que se desfoga en destinatarios juzgados de manera sumarísima, a veces impulsados por lo viral de la confusión en redes sociales, o en cadenas de mensajes que se volvieron más válidas que cualquier investigación ministerial o proceso judicial.

La historia del emular colectivo del Código de Hammurabi, el “ojo por ojo” que para algunos justifica ese actuar, no es novedoso y sin embargo no por ello deja de ser preocupante. Regresar 50 años en el pasado de nuestra Puebla, es encontrar en un 14 de septiembre de 1968 los primeros rasgos del pesado juicio de un pueblo, donde azuzados por el cura  de la comunidad de Canoa, Enrique Meza, propició con apreciaciones falsas que cinco trabajadores de la BUAP fueran señalados como promotores del comunismo y por tanto, agentes del mal.

Historias que se tienen en el olvido, pero que se hacen contemporáneas por otros sucesos de penosa similitud. Se tiene registro oficial de 15 lamentables sucesos de este tipo acontecidos en nuestro estado para el presente 2018. Localidades como Juan C. Bonilla, San Gabriel Ometoxtla, Santa María Zacatepec, Miravalles y Acatlán de Osorio han presenciado lo que de ninguna manera tendría que tomarse por normalidad ante lo “bronco” que son nuestros pueblos.

En un México de mil 307 fosas clandestinas, donde Veracruz y Guerrero han ido a la vanguardia en auténticas carnicerías tapadas someramente con la tierra caliente, en este país de los 27 mil homicidios y 40 secuestros a la semana hay un clamor rotundo por ponerle freno a tanto hartazgo. Para mala fortuna el linchamiento ha sido la vía de desahogo.

Estamos ante el parte aguas de la renovación gubernamental que prometidamente nos traería, como ante un pase de magia, un México armonioso y en paz. Donde la declaratoria unipersonal de la abolición de la corrupción, acabaría con la lluvia de plomo y el baño de sangre. Estamos con un pie cruzando ya la línea de entrada a un sexenio en cuyo cúmulo de promesas por igual anticipaba un esquema de perdón al criminal que no implica el olvido.

Lejos de las parlanchinas promesas que dieron votos, es hoy cuando no podemos dejar que por inacción institucional, la vorágine de violencia se nos venga encima como una ola infrenable.

La justicia pronta y expedita debe ser el eje de soporte de nuestro estado de derecho. Un país que por sentencia condenatoria pone en la cárcel a tan sólo el 4 por ciento de los criminales de un universo de denunciados, prácticamente está inmerso en un escenario de impunidad absoluta.

Es ahí donde las procuradurías estatales, su homóloga federal, los poderes judiciales de los estados y el poder judicial de la federación, son responsables directos de que, mediante su correcto funcionamiento, hagan valer la ley y no den espacio a la barbarie.

Pero en tanto no exista un accionar contundente que evite el desfase tan problemático que existe entre las reglas procesales que derivan del Código Nacional de Procedimientos Penales y las reales y probadas capacidades de estas instituciones encargadas de materializar la justicia, el camino seguirá siendo el descontento social y la justicia de enardecimiento irracional.

Los presentes en los foros de pacificación llevados a cabo por iniciativa del presidente electo, han constatado como el primer, y quizá el único clamor generalizado, es aquel que pide a gritos que exista justicia en diversas manifestaciones. Justicia para castigar severamente al corrupto, al violador, al defraudador y al asesino, justicia que será el reto más importante en poderla robustecer y afianzar en una nación lastimada.

Al dejar atrás la verborrea de campaña, el escenario es de enorme complejidad ante lo urgente que resulta detener esta violencia. Violencia sobre el gobernado por instituciones paralizadas y violencia por aquel supuestamente justificado uso de la fuerza para dominar o conseguir algo de la forma más puntiaguda bajo el pretexto de ejercer la justicia que el Estado no provee.