La primera vez que jugué en el Cuauhtémoc fue a mis tres o cuatro años. Lo sé por una foto que vive en la casa de mis padres y que ve la luz de vez en cuando, sobre todo en reuniones familiares. La playera azul de una escuela de futbol, cuyo nombre no recuerdo, me llegaba a las rodillas.

A los pocos minutos de comenzado el partido, confundido como cualquier otro niño de esa edad y con el balón en los pies, corrí como un desquiciado hacia mi propia portería; sin embargo, al darme cuenta que aquel campo era interminable, decidí romper en llanto en el círculo central.

Dice El Pep, mi padre, que fue por el cansancio o porque, seguramente, no había desayunado lo suficiente; pero después de mucho pensarlo, llegué a la conclusión de que aquel ridículo fue un simple acto de rendición y honestidad, como si en ese momento me hubiera percatado que, por el resto de mis días, mi gusto por la pelota estaba sentenciado a manifestarse desde la voz de un aficionado y, afortunadamente para credibilidad del futbol, nunca como jugador profesional.

Volví a intentarlo pocos años después. Fue la época en la que El Pep laboraba en el club, durante la primera gestión de Alfredo Tena como mandamás del equipo.

Los sábados por la mañana, atravesábamos la ciudad en aquel Golf dorado y después de hacer un poco de tiempo en su oficina, cruzábamos las gradas hasta el túnel para ‘robarle’ al mítico More uno de los entrañables balones Garcis que tanto celaba y, durante un par de horas, batirnos en un duelo a muerte de tiros libres en la portería de la cabecera sur. Sobra decir quién era siempre el indiscutible ganador.

Regresé poco más de veinte años después; primero, como reportero, con los tobillos completamente deshechos y el abdomen más abultado, en uno de los tradicionales partidos de directivos contra medios de comunicación, y confirmé que aquellas lágrimas fueron lo mejor que me pudo haber pasado. Después, como empleado del club, una etapa corta pero, sin lugar a dudas, la mejor de mi vida.

Existen demasiados lugares que nos definen, pero ninguno como un estadio de futbol.

El Cuauhtémoc es, probablemente, el sitio que mejor me conoce. Más que el lugar donde juega ‘mi equipo’ o un recinto dos veces mundialista, menesteres que no son poca cosa en lo absoluto, este monstruo de cemento, imponente como legendario, me parece más una especie de cómplice, un detonador de sentimientos que desconocía de su existencia, un refugio; uno de los lugares donde puedo ser quien realmente soy. Mi casa.

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.