Si la franja que viste es color rojo, Anderson se comporta como futbolista; pero si es azul, sólo se disfraza.

En Ventajas de viajar en tren de Antonio Orejudo, el psiquiatra Ángel Sanagustín relata su encuentro con Martín Urales de Úbeda, un esquizofrénico vendedor de enciclopedias caído en drogas que vive escondido en su casa entre toneladas de basura, y quien en su afán de revelarle la conspiración del gobierno con los basureros para controlar a la gente, con engaños, logra llevarle a su casa, haciéndose pasar por su hermana Amelia. 

A finales de 2017, en aras de seguir fortaleciendo la renovación del club, Puebla anunció la contratación de una legión sudamericana, cuya misión era dar el salto a una plantilla ávida de recursos competitivos. De ahí, entre otros, emergió el nombre de Anderson Santamaría, un a todas luces fortísimo central, de buenas credenciales con la selección de su natal Perú, y en quien se depositaban las esperanzas de la zaga poblana. 

Tal vez, por haber llegado bajo el arropo de Juan Reynoso, actual auxiliar de Enrique Meza, y quien por natura figuraba para ser su mecenas, Santamaría se perfilaba como uno de los pilares en quien edificar el emergente proyecto camotero. La cosa prometía y el título nobiliario de “La Muralla” le comenzaba a embonar.

Sin embargo, el hoy de Santamaría es otro. Tras el Mundial de Rusia, la única impresión que da el peruano es la de ya no querer saber nada más de Puebla; cuando la franja de la playera que viste es color rojo, Anderson se comporta como futbolista; pero si es azul, solamente se disfraza.

El torneo terminó para Puebla. Más allá de las matemáticas y las combinaciones necesarias en las jornadas restantes del torneo, que parecen más una burla que una ilusión válida para competir en la Liguilla, la realidad alcanzó a la Franja; un equipo sin recursos para ser competitivo. A algunos de ellos, les urge irse; y a otros, nos urge que se vayan.

Nos leemos la siguiente semana.

Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.