Se desprendió de la tronera, ¡aquí, con el permiso de ustedes –o sin él- voy a jugarme la vida! Más que nunca, esa tarde no andaba para cuentos. Sin ninguna reserva de maestro consumado, Uriel Moreno El Zapata mostró la enjundia de un novillero que busca abrirse camino. Desde que pisó la arena, lo hizo con la seguridad de quien se sabe dueño del espacio y echó a andar tras el caballo con la mirada hacia la copa de los fresnos, que asoman encima de las tejas de la plaza.

La corrida de Mimiahuapan estuvo bien presentada. Sobre todo, se veía que traía los años reglamentarios. Los seis tuvieron movilidad y fincaban su valía más en la bravura que en la nobleza, como debe ser. Son tardes en la que uno celebra su afición y renueva votos. Este respeto es el que se debe guardar a los aficionados. Con matadores de alternativa, la fórmula de la plenitud taurina en todos los sentidos, es muy simple: ¡Toros!. Lo demás es pantomima.

En el lance de recibo a su primero, El Zapata se entregó tanto que el merengue le puso los pitacos en los alamares de la espalda. Entrega fue su manifiesto y la proclama de su estandarte. De ahí en adelante, como siempre, no salió del frente de batalla y se batió con mucha decisión, soltura y donaire. En banderillas, florituras; con la tela toreó apegado al clasicismo. En su quehacer mostró su largo repertorio y derrochó sus creaciones en los tres tercios.

Ya lo dije, eran toros con edad, eso se les veía por todas partes, en la cornamenta, los morrillos, el pelo astracanado, en lo descolgado de los badajos. Además, de estampa quinientos kilos, lo menos, en la báscula. No fue una tarde apoteósica, pero sí muy emotiva y encantadora. Todo lo que pasó en el ruedo fue trascendente. De hecho, la banda de música intervino poco, porque Juan José Padilla, El Zapata y Gerardo Rivera, en honor a don José Bergamín, decidieron que ellos pondrían la música callada del toreo. A ninguno de los tres se le ocurrió la barata ordinariez de solicitar escándalo para tapar sus deficiencias, porque no las hubo. Cundió la torería y El Zapata, sin cortar orejas, se puso por delante.

Para el que esto escribe, el Uriel Moreno del sábado en Tlaxcala fue el mejor de toda su carrera. Maestro en su oficio, puso su inmenso corazón por delante y, como siempre, mostró su casta sobrada y el temple que ha tenido desde que era un aprendiz, mejorado con la solera del tiempo. A cada lance, a cada par de banderillas, a cada pase, abría un abismo entre lo que había sido y lo que es ahora. Con el mando que ejerció en cada faena, la hondura de sus suertes sin afectar las posturas, la maestría consumada, nos señaló que en el hoy por hoy, está a otro nivel, en otro capítulo de su biografía torera.

Nada importó que cuando entró a matar -se tiró por derecho y arriba- no acertara las estocadas. Las orejas sirven para la estadística, pero no para el sentimiento y la memoria. El público distraído no lo llamó a dar una vuelta al ruedo ni siquiera a saludar en el tercio. Sin embargo, el torero tlaxcalteca en la competencia contra sí mismo, la más difícil de todas, se había vencido. Al final, el diestro del amplio repertorio y la piel cosida a cornadas se marchó de la arena por su propio pie, con la solemnidad que acompaña a los grandes toreros, no era para menos, habían sido dos  de las faenas más trascendentes en su larga, disciplinada y azarosa carrera profesional. Llevaba la impronta que da la vida a los que son maestros a carta cabal.