Existen momentos condenados al desastre y que uno desea constantemente, porque sabe que nunca llegarán.

Hasta que llegan.

Mi primera novia llegó a los 15, durante unas vacaciones, y porque ella, más grande que yo, así lo quiso. Algunos días, arrojaba mi balón a su cochera, sabiendo que estaba en casa y sabiendo también que no sería ella sino su hermana quien me lo devolvería; algunos otros, salía a la tienda de la esquina cada media hora, para terminar buscando hormigas cuando la encontraba de frente; y algunos otros, le dejaba cartas anónimas en el buzón, deseando que supiera que yo las escribía pero, al mismo tiempo, que nunca me lo hiciera saber.

El juego fue divertido hasta que un día, de la absoluta nada, cruzó la calle para saludarme, y para pedirme que desde ese momento, cada vez que quisiera hacerle llegar una carta, se la entregara directamente en la mano.

Si algo le hacía falta a la historia de la Copa Libertadores, era una final con el clásico Boca Juniors- River Plate. El partido por excelencia del futbol sudamericano debía jugarse en el campeonato por excelencia del mismo. Cada ocasión que ambos equipos llegaban a rondas finales, salían las apuestas, los pronósticos, los deseos: “¿Te imaginas un Boca-River en la final? Sería la locura”. Y cada vez que alguno de los dos quedaba eliminado, se respiraba un aire de decepción y, a la vez, de alivio.

El Clásico de Argentina más importante de su historia debió esperar poco más de dos semanas para jugarse; debió ser organizado por una confederación europea y no sudamericana; debió jugarse en un estadio en España, y con personas acostumbradas al silencio y no al griterío ensordecedor.

Desde ese día, nunca más le volví a escribir una carta y durante los tres meses que duramos de novios, nos vimos tres o cuatro veces. Existen momentos condenados al desastre y que uno desea constantemente, porque sabe que nunca llegarán. Hasta que llegan.

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.