Hay algo peor que perder una final: tener miedo de jugarla.

 

Caso contrario a lo que su historia ha dictado en los últimos —y dolorosos años—, a pesar de tener que enfrentarse a su mayor verdugo, Cruz Azul llegó a la final de la Liga MX como favorito, por cuestiones que van más allá de los clichés, la verborrea y los deseos.

En la cancha, la omnipresencia, elegancia y habituales cátedras con balón de Iván Marcone; un bloque ofensivo más pensante que mortífero, con Roberto Alvarado, Milton Caraglio, Elías Hernández, Martín Cauteruccio; y por encima de todo, un sistema defensivo que permitía la ilusión de La Novena, amparada bajo el manto protector del central que mejor domina el área en México, como Pablo Aguilar, así como el impecable nivel de José de Jesús Corona.

Fuera de ella, la que a todas luces refrescante presencia de Pedro Caixinha; en el palco, la ambición y sapiencia de Ricardo Peláez, quien no necesitó una eternidad y un sinfín de contrataciones insufribles para dar muestra de lo que significa ser director deportivo de alto rango; y en las gradas —la mejor

 razón de todas—, la afición. Sin embargo, algo se torció en el momento que estaba prohibido torcerse.

Después del golpe autoritario que significaba llegar como superlíder del torneo —y la balsámica conquista de la Copa MX—, Cruz Azul eligió la instancia y el rival menos idóneos para traicionar sus pequeños poderosísimos triunfos. Y América, fiel a su grandeza, no necesitó mucho para ser nuevamente el vencedor; le bastó con querer serlo.

Nadie puede —sería una locura hacerlo— poner en tela de juicio lo realizado por Cruz Azul durante esta, su más reciente gestión. Desde el más pequeño de sus engranes, el esfuerzo y el trabajo ha sido ejemplar. Volverán, es lo más seguro; sólo queda una lección por aprender: 

Hay algo peor que perder una final: tener miedo de jugarla. 

Nos leemos la siguiente semana. Y recuerden: la intención sólo la conoce el jugador.