Un universitario subió al tren y se sentó. Frente a él estaba un hombre mayor, que rezaba el Rosario. Después de un rato, le preguntó: “¿Qué hace?”. “Estoy orando”, respondió el anciano. Entonces, sonriendo burlonamente, el muchacho comenzó a explicarle que la fe era signo de la ignorancia. Y exhortándole a instruirse más, pidió su dirección para enviarle algunos libros que le ayudaran a cultivarse. El hombre sacó una tarjeta y se la entregó. Al leerla, el estudiante se quedó sorprendido. Aquel anciano era, ni más ni menos, que el científico Luis Pasteur. A veces, como aquel joven, somos superficiales y juzgamos por las apariencias, llegando a subestimar a los demás, negándonos la oportunidad de aprender de ellos para mejorar.
Eso fue lo que le sucedió a los paisanos de Jesús. Cuando Él se presentó para servirles y salvarles, estos se encerraron en su paradigma. Creyendo conocerle, lo subestimaron pensando: “ahora, ¿Quién se cree?”, y lejos de escucharlo, se sintieron agredidos y lo atacaron. Les pasó como aquella rana que, creyéndose segura en el agua de un sartén, no saltó, y terminó cocida. Ya lo decía San Gregorio: “Lo propio de este mundo es… presentar lo falso como verdadero y lo verdadero como falso”. También nosotros podemos caer en la tentación de juzgar a Jesús a la ligera, pensando que solo es un mito; que su doctrina es bonita, pero utópica.
Entonces, interpretando las cosas a nuestro modo, quizá lleguemos a sentar a Dios en el banquillo de los acusados, cuando enfrentamos crisis, enfermedades y problemas en casa, con la novia, en la escuela o en el trabajo, y en el mundo vemos injusticias, pobreza violencia, y muerte. “Si las cosas son así, entonces ¿realmente eres Dios? ¿Para qué sirvió que hayas venido a la tierra?”. Y como consecuencia lógica, al mirar superficialmente a Cristo, hacemos lo mismo con su Iglesia. Así viendo las fallas humanas, probablemente nos preguntemos: “¿Cómo se atreve la Iglesia, que ha cometido tantos errores, a decir que posee la verdad, y que puede enseñar lo que es bueno y lo que es malo? ¿Cómo voy a confesarme con un hombre que es igual que yo?”.
Pero Dios, que no juzga por las apariencias, nos pide testimoniar el amor
Esta actitud puede extenderse al Jesús que nos habla a través de la esposa o del esposo, de papá o de mamá, de nuestros hermanos, de la novia o del novio, de los amigos, o de los profesores, o de alguna persona que, por nuestro bien, nos muestra la verdad, haciéndonos ver lo que es auténticamente bueno, y lo que es realmente malo. ¡Cuántas veces, sintiéndonos agredidos, reaccionamos con violencia, rechazando a quienes se preocupan y se ocupan de nosotros!; nos burlamos de ellos, tratamos de engañarlos, los ridiculizamos, intentamos confundirlos y quizá hasta en ocasiones, lleguemos a recurrir a las ofensas y los golpes.
Sin embargo, la verdad es una: Dios que es nuestra esperanza. Esperanza que nunca defrauda. Él nos ama, nos conoce y sabe lo que necesitamos. Por eso envió a Jesús, quien nos conduce a la verdad sobre Dios, sobre toda persona humana y sobre toda la creación. Verdad que nos permite alcanzar una vida plena de sentido, y eternamente feliz. ¡Abramos los ojos!, y por nuestro bien, reconozcámoslo. Solo Él puede rescatarnos de la soledad a la que el pecado nos confina, y llevarnos a la libertad maravillosa del amor. Un amor que nos impulsa a testimoniar la verdad, con palabras y con obras. 
Quizá la experiencia nos diga que “nadie es profeta en su tierra”, sobre todo en una época como la de hoy, en la que se considera “una tontería la virtud de la integridad”, como decía San Gregorio. Sin embargo, el Señor nos dice: “No podrán contigo, porque yo estoy a tu lado”. ¡Él permanece con nosotros, dándonos su fuerza para anunciar la Buena Nueva. Hagámoslo, con Él “el poder fascinante del amor”, como aconsejaba el Papa Juan Pablo II. De ese amor que es comprensivo y servicial; que no tiene envidia, ni se irrita, ni guarda rencor; que no se alegra con la justicia, sino que goza con la verdad; que disculpa, confía, espera y soporta sin límites. Ese amor que, “en su pureza y gratuidad es el mejor testimonio del Dios en el que creemos y que nos impulsa a amar”.