Suena el teléfono. “Señor Gómez -dice una escalofriante voz- habla la muerte. Solo quiero avisarle que hoy a las once de la noche voy por usted. Que tenga buen día”. El hombre, temblando, corre a platicarle a su esposa lo sucedido. “No te preocupes –comenta ella- vamos a engañar a la muerte para que no te lleve”. Y tomando una máquina de afeitar lo rapa completamente, le pone unas almohadas para que luzca gordo, y le indica: “Ahora te vas al bar y te sientas en la mesa del rincón”. Y ya estando ahí ¡aparece la muerte!, quien mirando a todos, exclamó: “Señor Gómez”. Nadie contesta. “Señor Gómez”, repite. Y al no obtener respuesta, concluye: “Si no aparece el señor Gómez, me llevo al pelón regordete que está ahí detrás”.

La muerte, cierta, inevitable y única, nos demuestra que “Todas las cosas, absolutamente todas, son vana ilusión. Hay Quien se agota trabajando, y tiene que dejárselo a otro que no lo trabajó”. ¡Que duras, pero cuán reales son estas palabras! Los acontecimientos, los bienes materiales, la salud, la belleza y la vida terrena se terminan. Ni la edad ofrece garantía alguna. ¿Cómo no recordar la muerte súbita, en pleno campo de futbol del joven atleta húngaro Miklos Feher de 24 años, jugador del Benfica de Portugal, que cayó sobre el césped de Guimaraes, en pleno partido el 25 de enero de 2004, fulminado por un tromboembolismo pulmonar? “Nuestra vida es tan breve como un sueño”, afirma el Salmista. Por eso suplica a Dios: “Enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos”.

“Si alguno vive como si hubiese de morir todos los días –porque es incierta nuestra vida por naturaleza-, no pecará”, decía San Atanasio. Y es verdad, ya que al tomar conciencia de que esta vida terrena es solo un viaje hacia la eternidad, daremos a cada cosa su valor y su lugar, de acuerdo con la meta que esperamos alcanzar. Es como el atleta que, anhelando triunfar en una competencia, sabe renunciar a aquello que le afecta, y procura lo que le permite estar en forma. Jesús, deseoso de que podamos alcanzar la victoria de una vida por siempre feliz, consciente de que –como afirma San Ambrosio- “la avaricia suele tentar con frecuencia la virtud, nos da un precepto y un ejemplo para combatir esta pasión”.

Jesús no viene a resolver “bobadas”, sino a mostrarnos el camino de la vida

Al hombre que se acercó a pedirle su intervención para que su hermano le compartiera la herencia, Cristo le hace ver que no debe distraer la atención de aquel que se ocupa de las cosas más importantes, por cosas pasajeras. Debemos “mirar más al patrimonio de la inmortalidad que al de las de las riquezas” ¡Y vaya que si necesitamos comprender esto!, particularmente en una época en la que se nos hace sentir que si no tenemos dinero para comprar la ropa de moda y las cosas de lujo que se nos anuncian por doquier, entonces no valemos nada. Es cierto que no solo somos espíritu, sino también cuerpo, con necesidades muy concretas. Jesús lo sabe. Por eso en el “Padre Nuestro” nos ha invitado a rogar a Dios nos dé el pan de cada día. Pero es preciso distinguir entre las auténticas necesidades, y las falsas necesidades que nos impone la moda. 

Por eso, para liberarnos de la esclavitud de lo innecesario, que como una cadena nos impide avanzar hacia lo eterno, Jesús nos dice: “Eviten toda clase de avaricia, porque la vida del hombre no depende de la abundancia de bienes que posea”. Y para ilustrar esto, nos propone una parábola en la que el rico protagonista no sabe ni qué hacer con lo que tiene. “Este hombre olvida la condición de su naturaleza y no cree que debe darse lo que sobra a los pobres –escribe San Basilio-. Los graneros no podían contener la abundancia de los frutos, pero el alma avara nunca se ve llena”. Por eso, aquel rico pensaba, “no en repartir, sino en amontonar”. Creyendo que sus riquezas son el fruto exclusivo de su trabajo, “no prepara graneros permanentes, sino caducos… Pero, oh rico, tienes frutos en tu granero ciertamente, pero ¿cómo podrás obtener muchos años de vida?”, comenta San Cirilo.

Solo Dios nos ofrece una vida plena y eterna. Dichosos seremos si lo comprendemos, y buscamos “los bienes de arriba, donde está Cristo”. Esto implica entrar en la dinámica del amor divino, para comprender la dignidad integral de la persona humana, y así subordinar lo material e instintivo, a lo interior y espiritual. De lo contrario, “se pueden crear hábitos de consumo y estilos de vida objetivamente ilícitos y con frecuencia incluso perjudiciales para su salud física y espiritual –decía el Papa Juan Pablo II-, la persona se realiza plenamente en la libre donación de sí misma, así también la propiedad se justifica moralmente cuando crea, en los debidos modos y circunstancias, oportunidades de trabajo y crecimiento humano para todos”. Por eso, propongámonos no “amontonar”, sino compartir. Así estaremos invirtiendo para la eternidad.