La fotografía en el México al comienzo del siglo XX no sólo figuró como medio para atestiguar cambios políticos que la sociedad exigió, sino vínculo entre visiones particulares de quienes renovaron el ambiente cultural y sus protagonistas, a menudo inmersos en dicha atmósfera.

Uno de esos casos, prolífica escuela que sucumbió con los años, fue Manuel Álvarez Bravo, nacido en la capital en febrero de 1902, por su proximidad generacional se rodeó con el grupo de Contemporáneos; afinidad, estilo, visión, todo resumido en avidez.

Supo adecuar su lente al momento exacto en que el tiempo transmuta del hoy al pasado; sueño que no necesita de colores para brillar, incrustarse en la mirada, calles, tierra; día y noche en sólo una toma.

Por ello quienes lo consideraron amigo entablaron con él un diálogo de crítica que no en pocos casos llegaron a proponerlo “un poeta de la lente”, sin equivocarse en palabras, instrumento cristalino al que su respeto trascendió halagos para verlo como un igual.

Así es posible atribuirle creación y esmero de lenguajes que documentaron con más precisión que diarios del momento su realidad, mundo, símbolos. En parte, se dedicó a retratar a “los sin nombre”, olvidados por máscaras diarias, descastados; vértices del reflejo.

De semblante serio, delgado en su forma, Manuel Álvarez Bravo se atrevió a romper con su propio esquema: escapando de normas morales –los desnudos que edificó lo comprueban– avanzando a la sátira, hasta retratar nostalgias en matices puros.

Como sus coetáneos a temprana edad abandonó estudios e inició la vida laboral únicamente para afianzarse años después en su pasión, la fotografía, impulsado por su abuelo, quien era pintor y aficionado a las instantáneas; frágil, hombre inteligente –superlativo– hizo en uno máquina y sensibilidad.

No obstante las primeras incursiones en fotografía de manera autodidacta, ésta fue complementada en la Academia de San Carlos, profundizando en pintura, inclusive, exploró algunas tendencias europeas que daban pauta, como el Cubismo u otras vanguardias.

Equiparado con San Dionisio, Xavier Villaurrutia atrevió a señalar que su habilidad como creador quedaba sintetizada al tener “la cabeza en su lugar”, ya que están en las manos. Descripción que no enarbola por simple gusto, al contrario, hace suyo el momento y lo alarga a conveniencia.

Poco después incursionó en la denominada “fotografía documental”, de la que al arrancar la década de los treinta Tina Modotti marcaba la pauta en México tras enfrentar una salida legal, gracias a ello tuvo a bien trabajar cerca del triunvirato de muralistas: Orozco, Siqueiros, Rivera.

Durante esta transición participa en la vieja tradición de fotografiar a escritores, imágenes que hacían acompañar a sus textos en diarios y revistas, la mayoría circulando en la ciudad de México.

Algunas de ellas –por el contexto en que fueron dadas a conocer– retrataron certeras poses de Salvador Novo, Jorge Cuesta, el propio Villaurrutia, André Breton hasta Leon Trotsky, en diversos años.

Como demás integrantes de su generación –dramáticamente no se le incluye del todo junto a Contemporáneos– dio paso a la industria cinematográfica, ambiente rico en oportunidades, tal cual la historia lo ha demostrado, en plena “época de oro” hacia declive necesario.

Contrario a ellos, por ejemplo, su obra no exige traerlo al presente, mucho menos resurgirlo; es latente mediante las 150 exposiciones individuales que ofreció en su vida, de la cual la asociación que lleva su nombre constantemente se encarga de digitalizarla.

Su escuela fue asimilada y continuada por Lola Álvarez Bravo –esposa por escasos años, cuyo nombre real fue Dolores Concepción Martínez Anda, originaria de Jalisco–. A la par, acentuó el sentido de “muerte” en cada imagen que decidió contrastar, escapando del humor y caos sentimental que ha sido propio de otros artistas de la época.

Manuel Álvarez Bravo, al fin es el más actual de los fotógrafos mexicanos del siglo pasado; cuarto oscuro llevado a la mirada experimentada que determinó su intuición, fuerza de quien moldea el tiempo a su antojo.