Por varios años –al menos desde 2009– el presente testimonio de Raúl Renán quedó archivado, producto de una amplia entrevista concedida tras acudir a Puebla para una edición del Congreso Internacional de Poesía y Poética, organizado por la Facultad de Filosofía y Letras de la BUAP. Fiel a su estilo –apacible y conciso–, aprovechaba cualquier espacio para recibir a quienes, sin importar edades, le sugirieran palabras; lo mismo en patios de librerías o en cafés haciendo lo propio.

De esta manera, regaló comentarios entorno al quehacer literario y las generaciones precedentes que alimentaron sus versos a un servidor y ahora colegas consumados, Francisco Parra, David Corona y Rey Aguilar. Para ello, cuestionamientos y acotaciones quedaron suprimidas dando fluidez a la ya vieja charla, resultando así un diálogo en primera persona:

Mi inicio en las letras es el resultado de una inquietud natural, algo que se trae y va madurando con el tiempo hasta convertirse en palabras bien hechas, oraciones y formas literarias; muy pronto me descubro, porque muy pronto comienzo a escribir cosas.

La primera manifestación de conciencia que tengo sobre la escritura, de ese producto de mi escritura, es cuando me encuentro un día leyendo en público –un público cerrado y limitado– en un taller de peluquería, mis poemas. Yo no sabía qué estaba haciendo, sólo escribía mis poemas, de pronto salgo con ellos y me pongo a leerlos; es una sensación inolvidable.

Dije, “¿qué es esto, por qué lo estoy haciendo, quién me dijo, quién me invitó?”, y me dio una vergüenza de responsabilidad frente a la literatura. A la vez surgió una emoción grata, fue darme cuenta que la literatura es algo que contiene firmeza de realización, exigencia de entrega, conocimiento, gusto y obliga a tener vergüenza ante lo mal escrito.

Para mí escribir comienza a temprana edad, a los siete u ocho años; este fenómeno es la única expresión que conocí, pues era un niño solitario. Los únicos compañeros que tenía eran las cosas; Yucatán no influyó en mi soledad, mi Yucatán sólo es un prodigio geográfico, se puede nacer donde sea.

En el caso de mi formación, Ermilio Abreu Gómez fue para la generación donde me sitúo el modelo de trabajo frente a la tradición y herencia; él me confirmó la escritura breve por la forma de fraseo, el manejo sencillo de sus personajes y la búsqueda de una nueva expresión de nuestra historia mitológica. A Ermilio le tomé este principio: hay que tener amor y lealtad a la lengua, descubrirla cada vez más y más. Esas son las herencias de los grandes de mi época.

El acercamiento a Xavier Villaurrutia se dio a través de los Contemporáneos, que fue un grupo que me atrajo, pues abrió las cortinas de la historia literaria de nuestro país e inauguró nuevas sensibilidades y otro entendimiento extranjero. Fueron los que influyeron para que el México moderno se expresara diferente; decantaron la tradición perfectamente, no repitieron nada, tan es así que a partir de ellos el país se transforma.

Conocí al doctor Elías Nandino, quien era radicalmente contemporáneo, aunque lo rechazaban por ser muy formal, los otros no experimentaban mucho. A través de él me aproximé a Villaurrutia, a quien nunca traté, pero me gusta su poesía, porque tiene algo que me atrae, que es el juego del idioma; en la aliteración, por ejemplo, tiene un dominio espléndido. Muchos escritores de esa época, quienes pululaban con los Contemporáneos, lo criticaban –e incluso el mismo grupo– por ese trato del lenguaje, “es un juego, no tiene ningún sentido”.

Vale la pena que los jóvenes hagan una revisión de ellos porque eran un potencia, son una potencia. Lo que escribe Novo, “Never ever”, ese poema que en su tiempo no fue tolerado, a mí me atrae, lo tengo en la cabeza; nadie me contesta sobre él cada vez que lo planteo, no lo toman en serio, piensan que es una broma. Él era un talento gigantesco y hay que sacar a la luz pública lo que contiene como una pieza importante y, cuando se logre, va a producir sensación y conflicto; todo lo que no causa conflicto, no tiene sentido de ser.

Raúl Renán, toma una pausa, acicala su barba; sujeta el café mientras se enfría ante la mirada que reflexiona en los dichos. No detiene cada frase, la sujeta con movimientos circulares de aquellas, sus manos; profundiza en lo que viene, una segunda entrega.