José Ramón Reina de Martino

Miércoles 26 de octubre de 2016. Plaza de San Pedro. Ciudad del Vaticano. Miles de personas atienden, como cada miércoles, a la voz de su pastor. El Papa Francisco en las postrimerías del Año Jubilar de la Misericordia, lanza una renovada invitación –como lo hizo a lo largo de todo el Año Santo– a ser “misericordiosos como el Padre”. En esta ocasión, refiriéndose a la obra de misericordia corporal “dar posada al peregrino”, propone a la audiencia una historia sencilla pero profunda y pletórica de enseñanzas.

Damos la palabra al Santo Padre: “Hace algunos días, sucedió que un refugiado buscaba una calle y una señora se le acercó y le dijo: ‘¿Usted busca algo?’ Estaba sin zapatos, ese refugiado. Él dijo: ‘Yo quisiera ir a San Pedro para pasar por la Puerta Santa’. Y la señora pensó: ‘Pero, si no tiene zapatos, ¿cómo va a caminar?’ Y llamó a un taxi. Pero ese migrante, ese refugiado olía mal y el conductor del taxi casi no quería que subiera, pero al final le dejó subir al taxi. Y la señora, junto a él, le preguntó un poco sobre su historia de refugiado y de migrante, durante el trayecto del viaje: diez minutos para llegar hasta aquí. Este hombre narró su historia de dolor, de guerra, de hambre y por qué había huido de su patria para migrar aquí. Cuando llegaron, la señora abrió el bolso para pagar al taxista y el taxista, que al principio no quería que este migrante subiese porque olía mal, le dijo a la señora: ‘No, señora, soy yo que debo pagarle a usted porque me ha hecho escuchar una historia que me ha cambiado el corazón’. Esta señora sabía qué era el dolor de un migrante, porque tenía sangre armena y conocía el sufrimiento de su pueblo. Cuando nosotros hacemos algo parecido, al principio nos negamos porque nos produce algo de incomodidad, ‘pero si... huele mal...’. Pero al final, la historia nos perfuma el alma y nos hace cambiar. Piensen en esta historia y pensemos qué podemos hacer por los refugiados”.

El Evangelio es vida. No es una colección de principios éticos o normas de buen comportamiento. Es la oportunidad de encarnar en nuestra propia existencia el Espíritu de Dios, el Espíritu del Amor. Y es así como debemos interpretar y entender el Evangelio de este séptimo domingo del tiempo ordinario: como una invitación a vivir en el amor y con amor.

El amor es la protección de tu alma

Cuando Jesús nos manda amar y perdonar a nuestros enemigos, y rogar por los que nos persiguen y calumnian, nos da la gran oportunidad de vaciar nuestro corazón de prejuicios y resentimientos que lo dañan, lo enferman, lo matan. Si efectivamente hay alguien que te provoca un daño –entendiendo la palabra “enemigo” como quien te quita la paz– ese alguien debe tener un daño en su corazón.

Una herida que lo infecta y con la que quiere contagiar a tu alma. ¡Imagínate! ¡Tu alma, creada por Dios para ser Templo del Espíritu Santo, llena de odio y enemistad! ¡Imposible! Qué sabio es nuestro Señor al mandarnos amar, perdonar y rezar por quienes nos provocan un conflicto interior. Es el blindaje perfecto para tu corazón. Es la gran solución para estar en paz.

El amor rompe la espiral de egoísmo y soberbia que matan

Cultivar una enemistad propicia que el que primero que ofendió sea después ofendido. Y a su vez, provoca una venganza. Comienza una guerra de insultos y ultrajes que no acaba jamás. Para un discípulo de Cristo, no hay razones válidas para mantenerse en conflicto con su hermano. La única razón válida es liberarnos del mal perdonando, dejando actuar la gracia de Dios en nuestro corazón. San Juan Pablo II dice al respecto: “La espiral de la violencia solo la frena el milagro del perdón”.

El amor es el bálsamo que sana las heridas

El amor no consiste solo en “no hacer resistencia al hombre malo”, sino practicar de tal manera el bien que ese “hombre malo” descubra que su actitud negativa lo lastima, y que el amor con el que lo tratamos lo sana. Cristo quiere vivir e, incluso, arraigarse en nuestro corazón, y actuar a través de nuestra mirada y nuestras palabras, para hacer eficaz su sanación al que sufre. Lo pedía así en la oración el cardenal Newman: “¡Permite que ellos al mirarme no me vean a mí, sino solamente a Jesús! Quédate conmigo y entonces podré comenzar a brillar como tu brillas, a brillar tanto que pueda ser una luz para los demás”

Sea alabado Jesucristo.