Legitimarse bien puede ser una acción histórica del mexicano; como parte del “ninguneo”, quien se coloca al frente de jerarquías por definición omite a los otros, perturba el momento al igual que sus participantes y termina proclamándose referencia, línea del constructo.

De tal suerte que esta herencia ibérica arreció surgiendo el México independiente, cuando cada facción política luchaba por no sólo apoderarse de los emblemas nacionales, sino puntualizar que su versión de la realidad no se comparaba con antecesores, fueran refugios imperialistas o hartazgos republicanos.

Así transcurrió el siglo XIX a fechas recientes; todo es un continuo justificarse, planificar el relieve que habrá de sucumbir ante pies renovados, dueños de ópticas que –al menos en imaginarios colectivos– no tienen comparaciones porque, sencillamente, las han ignorado.

Condición humana, al final de cuentas, legitimarse también es práctica recurrente en las artes; sus corrientes lo demuestran, algunas veces elevándose más lejos que bullicios, otras –no tanto– manteniendo silencios. Cuestión de enfoques, podría afirmarse.

En el México posrevolucionario –sin razones políticas– dos fueron las proclamas que atizaron el fuego de expresiones literarias: Estridentismo y Contemporáneos. Si bien el primer caso reclamaba el surgimiento de las vanguardias como uso propio rompiendo con todo pasado –Manuel Maples Arce, su inspirador–, los jóvenes pretendieron conciliarlo al presente para surgir a manera de veta actual.

Grupo disímbolo que fue bautizado a ojos públicos en 1924, cuando la mayoría de sus integrantes supera los veinte años de edad, por Xavier Villaurrutia cuando leyó en la Biblioteca Cervantes lo más cercano a su definición en el mundo: “La poesía de los jóvenes de México”.

Conferencia amplia, ésta funcionó adecuadamente para revelarlos ante el público, lectores y demás instancias que cimentaban la cultura del tiempo, y asignarles identidad propia. Ya no eran promesa, influencias copiadas ni generaban letras púberes; al contrario, su edad –sin impedimentos– se convertía en ventaja y realidad, pesara a quien fuera.

Para esas fechas Villaurrutia había terminado su vida estudiantil en la Nacional Preparatoria y en Jurisprudencia, etapa nunca finalizada, y como el resto de los futuros Contemporáneos publicó en revistas y prensa. En términos concretos su carrera literaria alcanzaba cinco años desde que en 1919 debutó en “El Universal Ilustrado”.

En “La poesía de los jóvenes de México” recorrió letras prehispánicas, situando de forma general a quienes fundaron la lírica colonial hasta avanzar a los días de Juan Ruiz de Alarcón o Sor Juana Inés de la Cruz. Asimismo, Villaurrutia aprovecha contextos para hacer que aparezcan a cuentas quienes son los nuevos, poetas herederos de aquella tradición.

No repara en sus descripciones, al contrario, en el estilo se aprecia dicho punto al cual tendrá que llegar. Avanza tibiamente al siglo XVIII para culpar a poetas iniciales románticos por copiar de Europa lugares comunes y lenguaje sin profundidad. Por otro lado, propone revalorar a Manuel Gutiérrez Nájera, Salvador Díaz Mirón, Luis G. Urbina y Manuel José Othón.

Fiel a su estilo no olvida al Modernismo y Enrique González Martínez –fiel exponente– sólo para observar el inicio del siglo XX, desde Alfonso Reyes a Ramón López Velarde. Su recuento es casi perfecto, salvo por lo “encimado” que luce no deja de sustentarse en los hechos, pero ¿qué es una proclama sin corazón?

En la última parte de la conferencia bautiza a los jóvenes como el “grupo sin grupo”, inscribiendo quiénes tienen por derecho propio refundar la tradición poética mexicana. No es fortuito que en sus líneas Villaurrutia transitara por todos los estadios posibles para acentuar a los suyos –él mismo– continuadores; ahí radica su legitimación personal.

Evita confrontarse con representantes de la “vieja guardia” y aclara que es tiempo de ellos, los jóvenes: Jaime Torres Bodet, Carlos Pellicer, Bernardo Ortiz de Montellano, Salvador Novo, Enrique González Rojo, José Gorostiza e Ignacio Barajas Lozano.

Hay que reformular el pasado y adecuarlo al presente, pedido de actualidad que también será su bandera; en cierto modo, la historia se ha encargado de darle la razón porque los Contemporáneos fueron vínculo para generaciones prolíficas que difícilmente veremos en lo inmediato.