En el mes de diciembre del año pasado, escuchando un informativo semanal de radio vaticana, tuve oportunidad de encontrarme con un hermoso testimonio de un sacerdote italiano, don Giacomo Pavanello. de la comunidad Nuevos Horizontes, a propósito de la misión que el Papa Francisco le encomendó durante el Jubileo de la Misericordia. El padre Giacomo fue nombrado Misionero de la Misericordia., un don y un privilegio, como él mismo lo definía. 
Este misionero tuvo como tarea, celebrar el sacramento de la reconciliación, con la facultad de absolver pecados reservados a la Santa Sede. Un encuentro de la Misericordia de Dios con la miseria humana. Me llamó mucho la atención una afirmación muy cierta, y a la vez dramática, de don Giacomo: “Jamás como en este momento de la historia de la humanidad el hombre es víctima de una batalla entre el bien y el mal. Y si bien los hombres y las mujeres  de hoy aparentemente son poderosos, vencedores y tienen todos los instrumentos del mundo, en realidad es un riesgo tener tantos instrumentos exteriores pero ser frágiles personalmente. Y cuando uno es frágil personalmente, se está  más en riesgo de ser víctima de las grandes o pequeñas dependencias que desgraciadamente encontramos en cada momento de la vida. Y aunque es muy  difícil romper con esas dependencias,  contamos con la ayuda extraordinaria de la Misericordia de Dios, ya que el amor de Dios es gratuito”.
El Evangelio de este tercer domingo de cuaresma nos presenta, con el estilo particular del apóstol san Juan, un encuentro de Jesucristo con una mujer samaritana. Un encuentro quizá circunstancial en la visión humana de los hechos; pero, en realidad,  un encuentro totalmente intencional en el plan de Dios, en el que aparece la voluntad  divina que, en Cristo, quiere librar de esas “pequeñas o grandes dependencias” de las que todos somos víctimas, a esa mujer ,
Un Agua que se da gratuitamente
Jesús llega cansado del camino, se sienta en el brocal del pozo. Se acerca una mujer samaritana. Jesús  le pide de beber. La mujer lo cuestiona. Lo ve como un enemigo. Quizá eso nos pasa cuando buscando la felicidad, hemos sido víctimas de un engaño, de una situación dolorosa: un papá poco cariñoso, una mamá que nos ha tratado con indiferencia, la burla y el desprecio de quienes considerábamos amigos, la infidelidad del cónyuge, el querer llenar el corazón de cosas materiales y pasajeras que no lo satisfacen… acabamos poniéndonos a la defensiva, y dudamos. Sin embargo, Jesús quiere que a partir de esa decepción e insatisfacción descubramos en Él la plena realización de nuestros anhelos más íntimos, y le pidamos que nos de beber del “agua viva”. Así se lo decía san Juan Pablo II a los jóvenes chilenos en Santiago de Chile el 2 de abril de 1987: “Al contacto de Jesús despunta la vida. Lejos de El sólo hay oscuridad y muerte. Ustedes tienen sed de vida. ¡De vida eterna! Búsquenla y hállenla en quien no sólo da la vida, sino en quien es la Vida misma”. 
Un Agua que se obtiene sin fatiga
La Samaritana es invitada por Jesús a recibir el “Agua de la Vida” pero para ello debe renunciar a los falsos ídolos con los que ha intentado llenar su corazón. Los cinco hombres con los que ha estado unida representan los falsos dioses que solo confunden, desgastan, y destruyen. Con Cristo en nuestro corazón ya no hay decepción, ni cansancio. Todo es novedad, todo es ilusión y alegría. Jesús pasa de ser un enemigo, a ser un profeta. Me conoce. Sabe qué es lo que necesito. Es digno de confianza porque me sana. Madre Teresa de Calcuta compuso un hermosa meditación mientras estaba hospitalizada en Roma en 1983. En ella dice: “A Jesús yo lo amo con todo mi corazón, con todo mi ser. Le he entregado todo, incluso mis pecados, y Él se ha desposado conmigo en ternura y amor. Ahora y para siempre soy la esposa de mi Esposo crucificado”. 
Un agua que apaga la sed para siempre al convertirse en un surtidor interior del que mana la “vida eterna”
Finalmente, después de ese encuentro, Jesús ya no es enemigo, ni profeta. Es Mesías. El Señor. El Salvador. La mujer deja su cántaro y con él su antigua vida para dedicar su corazón y su amor a Jesucristo, a quien anuncia convencida, con alegría. Es la experiencia de un santo. Perseguido y atrapado por Jesús. San Agustín: "Nos hiciste, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto, hasta que descanse en Ti" (Conf. 1,1,1).
Sea alabado Jesucristo.