De voz lenta, pausada lectura; personalidad que ha transitado del misterio al reclamo: inteligencia que no se agota, capaz de lastimar y poner en duda la fe y el precepto moral: encanto sonoro, ritmo puntual que ofrece mares a cambio de lágrimas; un nombre, José Gorostiza Alcalá.

Entre quienes agruparon la nómina de Contemporáneos dos fueron los escritores que se distinguieron por su inteligencia, habilidad para crear todo un sistema poético complejo, José Gorostiza y Jorge Cuesta. Pertenecientes a la misma generación, apenas separados por algunos años, uno tabasqueño, el otro, veracruzano.

A manera similar, ambos se caracterizan por contar con obra escasa, líneas que a través de colecciones han sido recogidas buscando reivindicarlos, desde flancos diversos, ya sea en lo académico o cultural. A grandes rasgos, Cuesta y Gorostiza son lo más cercano a la perfección, quehacer literario que subraya la máxima “menos es más”.

Si el veracruzano trunca su historia con la única leyenda negra en fechas próximas –Manuel Acuña es el otro caso–, José Gorostiza no sólo nutre la suya, sino abona a darle continuidad mediante silencio prolongado y escasas líneas reflexivas que resultarán en uno de los poemas más importantes del siglo XX, “Muerte sin fin”, publicado en 1939.

Egresado de la Escuela Nacional Preparatoria, donde compartió aulas y proyectos de juventud con Enrique González Rojo, Jaime Torres Bodet y Bernardo Ortiz de Montellano, fue corrector de estilo, de pruebas, editor, funcionario, diplomático y lector ávido de las corrientes novedosas provenientes de Europa, que luego serían adaptadas en América Latina.

Entre los Contemporáneos era respetado por sus juicios exactos y poemas impregnados de razón que debían aclimatarse entre lecturas repasadas que lo proyectaron como un conocedor de las formas y amante del lenguaje. Ninguno de sus versos son iguales, difieren tal cual marcas disímbolas que dejan ver su rigor, severidad, parte fundamental de la reflexión.

José Gorostiza es un caso excepcional en la literatura mexicana, con apenas dos libros de poesía logró instituir una escuela que difícilmente será superada por autores siguientes, veta de estudio que sin escatimar es alimentada por quienes hallan en su lírica ópticas arriesgadas, relieve actual que supo defender en prosa vivaz.

En este sentido, “Canciones para cantar en las barcas” –publicado en 1925– lo revelaba en proceso de madurez, en calma con la tradición de la cual ya era parte. Justo en este libro deja precedentes del orden que lo consuma, rima, sílabas, expresiones, contenido justo, conocedor de Juan Ramón Jiménez, modelo que no pretende imitar, sino ajustar a su realidad.

Por esta razón Octavio Paz lo reconoce atemporal, claro homenaje a Jorge Guillén. En su obra las horas parecen detenerse, fluyen de golpe, unidad que pocos logran durante su vida; no es extraño que José Gorostiza lo logre, toma del silencio la calma hasta moldear afirmaciones; su virtud bien puede ser el trabajo mental, no dar por sentado totalidades, al contrario, cada idea la transparenta.

Tuvo que ser hasta 1939 cuando dio a conocer “Muerte sin fin”, su obra maestra, espacio amplio donde desarrolla su concepto personal de vida, auto de fe que no termina, fluyendo sólo para consumirse; es la inteligencia venciendo a las emociones, religiosidad que se agolpa en las manos, principio y fin de una poética crítica.

Sin embargo, no exime la sensibilidad de su obra, es decir, no se puede postular una idea sin tener la capacidad de sufrirla, atribuirle un sentido –por más dolorosa o incómoda que resulte–, ya que se trata de adecuarla a intereses propios. Es el trabajo del poeta, anudar los cabos sueltos, proyectar sus posibilidades para que cada verso actúe como ser vivo, capaz de defenderse ante ojos extraños.

Esta forma de vida se refleja también en la prosa, fiel observadora que lo ataca en soledad; agua, mar, testigo de cambios generacionales, su nostalgia ya es parte del México actual que sólo la muerte fue capaz de liberar el 16 de marzo de 1973, cuando su labor literaria estaba prácticamente finalizada. Pese a que los demás miembros de Contemporáneos lo sobrepasan en cantidad, su obra destaca por concisa, como ninguna otra, hecho que lo consagra como el poeta más elegante de su generación.