Emilio García Álvarez

Los dos discípulos que caminan hacia Emaús reconocen sus ilusiones frustradas. Se habían generado maravillosas expectativas al lado de aquel hombre, pero ahora, ¿quién podría mantenerlas?

Olvidarlas cuanto antes y volver a la rutina cotidiana: eso era lo razonable. Ante aquella muerte, ninguna utopía podía subsistir.

Pero irrumpe un forastero en medio de aquellas lamentaciones, reprochándoles que se encierren en ellas, porque no hay razón para ese pesimismo: la escritura había previsto lo ocurrido y lo había esclarecido. Y los caminantes descubren nuevas resonancias en pasajes que les suenan y ahora les deslumbran (después reconocerán que su corazón se había conmovido con cada revelación inesperada de aquel desconocido).

Intuyen algo, quieren saber más y le invitan a quedarse aquella tarde. Comparten la cena, y hay un gesto del extraño que resulta asombrosamente familiar: ¡era él, sin duda! Primero la escritura develando su secreto, ahora el pan partido descubriendo su identidad.

La Eucaristía ha conducido al encuentro. ¡Hay que avisar a los íntimos! Y vuelan a Jerusalén a compartir lo increíble.

Hay que hablar de esto a todo el mundo

Ese primer testimonio en el seno de la comunidad ha consolidado entre ellos la fe en el resucitado. Ya no acarician una hermosa ilusión, sino comparten una inquebrantable certeza.

Y adquieren conciencia de ser depositarios de un mensaje que tiene que ser difundido. Lo había dispuesto así el Maestro, y además les hierve dentro.

Pentecostés es la ocasión para esa primera difusión del kerigma, es decir, de ese compendio esencial del mensaje: el acontecimiento pascual.

Y de nuevo es la escritura la que ilumina el sentido profundo de lo sucedido, la que esclarece el misterio que se quiere transmitir.

Una escritura que cobra vida en el testimonio entusiasta de sus pregoneros, que se hace palabra vibrante en labios de Pedro.

El apóstol condensa en una apretada síntesis el trasfondo de lo que todos contemplan: este Jesús de quien hablo, "exaltado por la diestra de Dios, ha recibido del Padre el Espíritu Santo que estaba prometido, y lo ha derramado. Esto es lo que estáis viendo y oyendo".

Una noticia que cambia nuestra historia

Iluminar lo ocurrido llevaba consigo rehabilitar la memoria de Jesús y mostrar la obra de Dios en él. Pero aquel hombre no había venido a deslumbrar a los creyentes, ni a acreditar la rectitud de su conducta a los ojos de Dios, o a legitimar su pretensión de ser enviado suyo. Traía consigo una misión insospechada de alcance universal.

Todos éramos esclavos desde siempre, obrando con un "proceder inútil recibido de nuestros padres".

Nuestra historia estaba sembrada de torpeza y de miserias a lo largo de los siglos. Y ese Jesús, crucificado, precisamente, por nuestras miserias, por nuestros pecados (por culpa de ellos, y para librarnos de ellos), al resucitar "llevó cautiva la cautividad", nos rescató de aquella esclavitud y nos consiguió la libertad.

Al abrirnos a esa verdad, la verdad de Cristo, ha brotado en nosotros la fe en Dios, "que lo resucitó y le dio gloria", y así hemos puesto en él también nuestra esperanza.

Y, puesto que lo llamamos Padre y sabemos que nos juzga con amor, somos invitados a tomar en serio nuestro proceder en esta vida, a fin de complacerle y ser también un día partícipes de su gloria.