No es casual que uno de los libros más importantes en lengua castellana sea una letra; principio y fin del ciclo, numeración detallada de cuantas posibilidades pueden incluirse en otras y, así tal cual, sucesivamente hasta el infinito. En ella todos los puntos convergen, cobran sentido y ésta alcanza a definir cualquier lugar-objeto creado o en vías de ser concebido.

Es, a final de cuentas “El Aleph”, el epítome del conocimiento humano, producto del conocimiento humano que se ha transformado en insignias, sonidos, edificaciones mentales y fantásticas donde los estados de la materia son observados; se les juzga, prevé, domina: lugar sin tiempo.

Publicado en Argentina durante 1949, “El Aleph” es motivo de estudio, ya sea por la influencia que ejerció Jorge Luis Borges –su autor– en escritores que le sucedieron, así como las características que rodean al libro, una colección de cuentos que, igual que su nombre lo expresa, es uno en todo.

Bien se puede indicar que su lectura exige no sólo “abrirse” al texto, pues requiere de buena cultura general para asimilar cada término, empleo en el universo narrativo e historia de civilizaciones alejadas de convencionalismos, de ahí el esmero para abordarlo sin caer en tedio.

Precisamente, este elemento acompaña a la obra de Borges, separa facilismos, los intercala entre acciones definidas y descripciones cercanas a majestuosidad, no sin antes desconcertar al público; es, por así definirlo, “alquimista del lenguaje”, arte mayor del que las palabras llegan a estorbar.

En este sentido, “El Aleph” presupone una idea notoria: es necesario abandonarse a la “palabra”, nutrirse de ella y no escatimar consecuencias, ya que el discurso –en cualquiera de sus voces– permite vincular al ser humano con las deidades-tiempo sobre el suelo firme.

Cuando la “palabra” falla –no es culpa del vínculo, sino del hombre– todavía quedan ambientes místicos, igual que lo hicieron sacerdotes prehispánicos, para iniciar el encuentro. Borges así lo intenta en “El Aleph”, ofrece una atmósfera desconocida en cada cuento que habrá de revelarse y dejarse comprender por el lector, no sin obligarlo a dudar su razón en el mundo.

Su estilo peculiar ha sido, también, objeto de críticas por quienes consideran que una obra literaria tiene, por definición, la responsabilidad de ser accesible a quien se le acerca o hilar señales hasta ser alcanzado. Mientras tanto, otros especialistas prefieren que el lector descifre el mensaje, de lo contrario –sencillamente– no es competente para tal discurso.

Jorge Luis Borges se identifica con la segunda corriente, es consciente de su voz rebuscada que adquiere niveles barrocos pocas veces visibles en la literatura universal, de ahí su importancia; es original y se reconoce así, se entiende y domina: por ello es justo atribuir su estilo a las letras europeas –influencia de niñez– que le ofrecieron instrumentos para sustentar la obra.

Lo mismo ocurre al convertirse en personaje del caos, romper ideales aristotélicos hasta sembrar racimos de lucidez de los cuales no existe retorno, testigo del poder inenarrable de “El Aleph”, ya que la comprensión humana no admite la idea del “todo”, si bien lo nombra, emplea, no se estaría listo para absorber la información por los siglos de los siglos en cada parte, siendo necesaria la presencia de dioses.

Así, describe a la inmortalidad como peso del alma, pues aceptarse tal cual implica un fin de los días; sutilezas del criminal que huye sólo para cumplir su condena, reflexiones teológicas y maldiciones que el metal hace caer ante cualquier sujeto.

Es decir, Borges sin abandonar su esquema y estilo permite ser partícipe de la ficción y preparar al público al hallazgo de “El Aleph”, basado en saltos temporales y hechos precisos. No teme ser de tinta, al contrario, lo admite hasta dar confianza al lector que lo sigue sin objetar preguntas.

En términos concretos, “El Aleph” es obra de culto y análisis, no fue creado como un “ente” absoluto, sino objeto-símbolo que resista cualquier interpretación y punto de visa. Si bien es confuso, el ritmo impreso no admite errores, cada uno de los términos requiere de información complementaria con la cual se “abre el panorama” a niveles aún no culminados. Sobre Jorge Luis Borges, custodio del discurso, queda tanto por observarse como lugares de “El Aleph” por describir, suerte de quien hizo edificó universos entre signos.