Israel Pérez López

Estimados hermanos, celebramos el domingo de Pentecostés, culminando así la fiesta de la Pascua, los 50 días en los que celebramos la resurrección de Jesucristo. El Espíritu Santo, don de El Resucitado a los creyentes, es el protagonista de este día. Jesús, tal y como les había prometido antes de su pasión y muerte, no deja huérfanos a sus seguidores, sino lo envía para que sea “el alma de la Iglesia naciente”.

El Espíritu Santo es el inicio de una nueva creación, tal y como lo describe San Juan en el Evangelio, Jesús resucitado se aparece a los discípulos y sopla sobre ellos, como Dios que insufló su aliento vivificador en Adán al crearlo, les infunde el Espíritu Santo, creando una nueva humanidad. Revela el misterio de Dios a todos los pueblos, uniéndolos en uno solo, la Iglesia (prefacio “el misterio de Pentecostés”).

¿Qué significado tiene que el Espíritu Santo venga sobre la Iglesia en el día de Pentecostés? La respuesta es para indicar que éste es la ley que sella la nueva y eterna alianza, y que consagra al pueblo real y sacerdotal, que es la Iglesia.

Una norma escrita ya no sobre tablas de piedra sino sobre la carne, que son los corazones de los hombres. Es lo que San Lucas quiere inculcar en el libro de los Hechos de los apóstoles (Cfr. 2,1-11), describiendo voluntariamente la llegada del Espíritu Santo con las apariencias de viento y fuego, que marcaron el inicio de la vida de la Iglesia, de la familia de los hijos de Dios.*

Por ello, el Catecismo de la Iglesia Católica en el número 687, dice: "Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios" (1 Co. 2, 11). Pues bien, el espíritu que lo revela nos hace conocer a Cristo, su Verbo, su Palabra viva, pero no se revela a sí mismo.

El que "habló por los profetas" nos hace oír la palabra del padre. Pero a Él no le oímos. No le conocemos sino en la obra mediante, la cual nos revela al Verbo y nos dispone a recibirlo en la fe. El espíritu de verdad que nos "devela" a Cristo, "no habla de sí mismo" (Jn. 16, 13). Un ocultamiento tan discreto, propiamente divino, explica por qué "el mundo no puede recibirle, porque no le ve ni le conoce", mientras que los que creen en Cristo le conocen porque él mora en ellos (Jn. 14, 17).

Hoy celebramos la llegada de ese espíritu, que nos convoca en la unidad maravillosa de la familia de Dios, que es la Iglesia, la cual, como un solo cuerpo, gracias a la sucesión apostólica por el Sacramento del Orden, lo comunica, pues ya “hemos sido bautizados en un mismo espíritu, para formar un solo cuerpo” (Cfr. 2ª Lect. 1 Cor. 12, 3-7.12-13) y en la confirmación, que actualiza Pentecostés, donde se fortalece la de los discípulos convirtiéndose en testigos de El Resucitado en el mundo (Cfr. 1ª Lect. Hch 2,1-11).

El Espíritu Santo, fuente de toda dádiva –como le llamaba San Juan Pablo II–, estuvo presente en la creación. Iluminó a los profetas e inspiró las escrituras y la tradición. Y sobre todo, por su obra, el hijo único de Dios fue concebido en el seno virginal de María y fue ungido para salvarnos y mostrarnos el camino hacia la felicidad plena y eterna que Él nos obtuvo: el amor. Un amor que es comprender, tratar con justicia, servir y perdonar, tal y como Cristo nos ha enseñado.** .

Asimismo, da vida y renueva toda la tierra, es fuente inagotable de gracia y constantemente nos invita a volver a esta fuente, para que nos acompañe e ilumine en nuestros peregrinar diario, en nuestro trabajo, familia, problemas y cada momento que vamos viviendo, ya que es el amigo que está siempre a nuestro lado y nos ayuda a reconocer a Jesús como el único salvador y modelo (Cfr. 2ª Lect. 1 Cor. 12, 3-7.12-13), para ser sus alegres discípulos y misioneros, que supliquemos constantemente con toda confianza:

Ven, Espíritu Santo,

Llena los corazones de tus fieles

y enciende en ellos

el fuego de tu amor.

Envía, Señor, tu Espíritu.

Y se renovará la faz de la Tierra.

Amén.

*Cfr. Cantalamesa, R., Echad las redes, Ciclo “A”, p. 166.

**Lira Rugarcía, Eugenio, ¡Celebrar al Señor es nuestra fuerza!, Ciclo A, p. 123.