Una antología poética genera –casi por definición– polémica, afinidades y controversia. No se puede escapar de este triunvirato, sin embargo, en algunas ocasiones dicha recopilación termina aceptándose en círculos culturales inmediatos al punto de referenciar una generación o línea estilística.

Otras más quienes participan la diseñan –término correcto– entienden el momento histórico que les tocó vivir, y terminan proclamándose continuadores de una tradición o exigiendo un lugar en la ya de por sí caótica literatura mexicana, tal es el caso de “Poesía en movimiento”.

Publicada en 1966 –trabajo de Octavio Paz, Alí Chumacero y José Emilio Pacheco–, rememora obras similares: “Antología de la poesía mexicana moderna”, de 1928, acta confirmatoria del “grupo sin grupo”, así como “Laurel”, de 1941, donde el mismo Paz colaboró junto con Xavier Villaurrutia, unión de dos estadios para un solo fin.

Hermanada con esta última, “Poesía en movimiento” desde un principio estableció parámetros bajo los cuales funcionaría: común acuerdo del contenido y puntos de coincidencia; no obstante, el Nobel mexicano estaría a cargo de redactar el prólogo, pieza definitiva para asimilar distribución y nómina.

En este sentido, los postulados que originaron la antología no son extraños para la lírica nacional del siglo pasado: la universalidad. No obstante, si para Contemporáneos –influencia directa de Octavio Paz– este concepto significaba libertad de creación bajo cualquier circunstancia, incluida la política, dicha generación la tomaba como diálogo fundado por estilos hispanoamericanos, proyectándolo a cualquier orbe.

Para esto –necesariamente– deben ser latentes criterios de identificación sutiles que adosen lo mexicano con aquello que poseen los demás, partiendo del lenguaje mismo. Así, vienen a cuentas términos –ahora subvalorados– como “modernidad” y “tradición”, piedras angulares de “Poesía en movimiento”.

Justamente, una antología como ésta busca defender una idea poética que ahonda en significados y atestigua “autos de fe” por demás interesantes, la desapropiación del pasado, al igual que nuevas ópticas de trabajo/contemplativas. Quienes participan en ella entienden que los días radicales han terminado, y fijan bases estilísticas hacia el futuro.

Mientras tanto, enumera dos características en el quehacer literario en este juicio: entienden que la “tradición” no es otra cosa que una obra cerrada, cuyos vasos comunicantes no son replicados, por ende, el diálogo es unipersonal y factible al estudio, pues en tanto pasado no amerita más; a su vez, la “ruptura” inscribe una obra abierta en movilidad constante, postulados todavía en práctica.

Entre líneas, estas cuestiones han sido enumeradas por Víctor Manuel Mendiola en “Xavier Villaurrutia: la comedia de la admiración” y Anthony Stanton en “Inventores de tradición: ensayos sobre poesía mexicana moderna”, cuando abordan a Contemporáneos y la compilación de 1928, respectivamente, con la venia de los años y distancia.

Es decir, son temas que no han dejado de tratarse en la crítica para explicar su trascendencia y utilidad, sin embargo, Pacheco, Chumacero y Paz no dejan de lado la experimentación como el motor que anima la obra de un grupo, en este caso, donde laboran y producen.

Dividida en cuatro partes, “Poesía en movimiento” subraya a los jóvenes, eje de la no estaticidad y quienes han publicado en lo inmediato. De esta manera, figuran Thelma Nava, Gabriel Zaid, José Carlos Becerra, Homero Aridjis –el mismo Pacheco–, Tomás Segovia, Jaime Sabines, Rubén Bonifaz Nuño, Efraín Huerta, Chumacero y Paz.

Asimismo, la selección abarca –¿obligación?– como un crisol a Contemporáneos, sus detractores y aquellos que por conveniencia no se termina de situarlos en alguno de ambos polos: Salvador Novo, Carlos Pellicer, Xavier Villaurrutia, Elías Nandino, Manuel Maples Arce, Renato Leduc, Jaime Torres Bodet, Rodolfo Usigli, entre otros. Finalmente, la columna de todo el siglo XX, desde Alfonso Reyes, Ramón López Velarde, Julio Torri y José Juan Tablada.

Concretamente, es fiel representante de la lírica hasta el momento de ser publicada. Ofrece una visión clara de movimientos y exponentes, no obstante, el “Ómnibus de la poesía mexicana”, de Gabriel Zaid, llamará la atención al repasar de un jirón toda “la fotografía” del verso nacional –¿Aleph?–, siendo la mayor referencia junto a “Ocho siglos de poesía en lengua castellana”, de Francisco Montes de Oca, por encima de una instantánea a contra luz y ambigüedades feroces.