Un hombre se encontró un huevo de águila. Se lo llevó y lo colocó en nido de una gallina de corral. El aguilucho fue incubado y creció con la nidada de pollos. Durante toda su vida, el águila hizo lo mismo que hacían los pollos, pensando que era uno. Escarbaba en la tierra en busca de gusanos e insectos, piando y cacareando. Incluso, sacudía las alas y volaba unos metros por el aire, igual que los pollos. Después de todo, ¿no es así como vuelan los pollos? 

Pasaron los años y el águila se hizo vieja. Un día divisó muy por encima de ella, en el cielo, una magnifica ave que flotaba elegantemente y majestuosamente en las corrientes del aire, moviendo sus poderosas alas doradas. La vieja águila miraba asombrada hacia arriba. “¿Qué es esto?”, preguntó a una gallina que estaba a su lado. “Es el águila, la reina de las aves”, respondió la gallina. “Pero, no pienses en ello. Tú y yo somos diferentes de ella”, le dijeron. De manera que el águila no volvió a pensar en ello. Y murió creyendo que era ave de corral. 

La perspectiva de las renuncias que pide el Evangelio es esperanzada: “El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará”. Toda la dinámica de la fe cristiana está orientada en esta línea: el que es capaz de sacrificarse, de tomar “su cruz”, incluso de dar la vida “por Él”, saldrá ganando mucho más. Podríamos decir que es una radicalidad que, a la larga, queda compensada con creces. Jesucristo es el modelo: Él entregó la vida, pero “resucitó de entre los muertos por la gloria del Padre”. Pues nosotros igual, así lo recuerda hoy san Pablo (cfr. Rom. 6, 3-4.8-11), que nos explica el sentido del Bautismo Cristiano, pasar por la muerte para llegar a la vida nueva.

Es la vida nueva de los hijos de Dios, la vida de Cristo resucitado, a la que nos hemos incorporado por la fe y el Bautismo, cada día tenemos que renovarlo, cada día tenemos que pedir a Dios que nos ayude a ser conscientes de él, a vivir con intensidad nuestra condición de hijos de Dios por Jesucristo, a aceptar y asumir las exigencias de la fe en esa perspectiva de un bien mayor. 

La exigencia radical del seguimiento de Cristo se concentra en las palabras del Evangelio que hoy leemos: “El que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí”. Asimismo, Jesús nos hace saber: “El que salve su vida la perderá y el que la pierda por mí, la salvará”. La cruz de la entrega y del sacrificio de Cristo redentor y salvador de los hombres es el símbolo de una vida nueva que se consigue a través de la renuncia a sí mismo, con todo lo que es y tiene, para dedicarla a Dios y a los hombres, hermanos nuestros.

“Amar es viajar, correr con el corazón hacia el objeto amado”. Pero en todo viaje necesitamos un guía que nos muestre el camino, la técnica y nos ayude. Dios, cuyo amor es para siempre” (cfr. Sal. 88), lo sabe. Por eso en nuestro Bautismo, nos ha unido a Jesús, el guía que nos comunica una vida nueva, plena y eterna (cfr. Rom. 6,3-4.8-11). 

Él, para emprender esta travesía, nos pide confianza. Por eso nos dice: “Quien ama a algo o a alguien más que a mí, no es digno de mí”. Esto es: “El que confía en las personas o en las cosas más que en mí, dudará y no podrá seguirme”. Si en una excursión desconfiamos del guía, comenzaremos a hacer caso a toda clase de sugerencias, iremos a donde se nos ocurra, y terminaremos extraviados .

Aquel quien cree en Jesús sabe que para no perder la vida terrena y la eterna debe seguirlo “cargando la cruz”, es decir, amando como Él, comprendiendo que “en todo es indispensable este orden: ama, después de Dios, al papá, a la mamá y a los hijos”, como escribe san Jerónimo . Sólo así, nos llenaremos de su amor para poder querer de verdad a Él, a la familia y a la gente que nos rodea, “haciendo nuestras las necesidades del prójimo”  –como enseña san Gregorio Magno–, superando la tentación de usarles egoístamente .

Jesús no ha venido para lleva la cruz. Él, más bien, nos ha traído a nosotros el modo de portarla. Le ha dado a la cruz un sentido y una esperanza; ha revelado dónde ella conduce, si es llevada junto con Él: a la Resurrección y a la alegría. Aunque es exigente este seguimiento, no nos deja solos, y además nos enseña a estar atentos a lo que los demás necesitan para vivir según su voluntad, como lo hicieron la mujer de Sunem y su marido al hospedar a Eliseo (cfr. 1ª Lect. 2 Re 4, 8-11.14-16), sin esperar algo a cambio, pero recibieron de Dios la alegría de un hijo. 

Estimado hermanos que Dios nos ayude y fortalezca cada día para llevar nuestra cruz con fe y alegría, ¡feliz domingo!

 

Israel Pérez López