Estimados hermanos, la celebración de este domingo tiene un acento peculiar porque coincide con una fiesta del Señor: la que conmemora su transfiguración en el Monte Tabor, que tradicionalmente celebramos el 6 de agosto. Fue establecida por el Papa Calixto III en 1457, como agradecimiento por la victoria del año anterior contra los turcos en Belgrado. 

En este hermoso e impactante hecho de Jesús se presenta a los discípulos con un ropaje distinto al ordinario, al que se habían acostumbrado a verlo, es una apariencia diferente. Dice el Evangelio que “su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz”. La transfiguración de Jesús es un hecho extraordinario, mostró a los discípulos su verdadera identidad, les abrió su corazón y su ser más allá de las apariencias.

La transfiguración viene manifestada como un anticipo, como una especie de gesto profético, preanuncia y anticipa la glorificación, que tendrá lugar con la resurrección. Al igual que ciertas acciones simbólicas de los profetas del Antiguo Testamento, la transfiguración es “una prefiguración creadora de la realidad que ha de acontecer”; con ella “lo mismo que ha de venir comienza a actuarse”. En otras palabras, la glorificación de Cristo no viene sólo prefigurada, sino ya iniciada . 

La fiesta de hoy nos conduce a la contemplación de Cristo, que se nos muestra con el esplendor de su gloria, y a la alabanza de aquel que, en esta visión, nos ha querido manifestar cuál es la esperanza de la realidad a la que estamos llamados aquellos que en él creemos. 

Este pasaje evangélico nos invita a fijarnos en un aspecto importante, como los apóstoles Pedro, Santiago y Juan, impactados por el hecho maravilloso reconocieron: “¡Qué bueno sería quedarnos aquí!”, era ¡tal bello! lo que veían; era ¡tan agradable! lo que sentían, que querían quedarse allí, extasiados en la presencia divinizada del Maestro. 

Contemplando al Señor glorioso, pero que muy pronto tuvieron que bajar del monte y acompañar a Cristo hacia Jerusalén, donde sufriría la Pasión; también nosotros, al participar de la liturgia, gustamos por unos momentos cuán unidos estamos en el Señor de la gloria y a los dones que son prenda de los bienes del cielo, pero muy pronto tendremos que volver al esfuerzo constante en la vida cristiana cotidiana . 

El punto clave está aquí, así como los discípulos lo han escuchado y contemplado, cada uno de nosotros debemos seguir este itinerario: escuchar, contemplar y seguir al Señor; es necesario un encuentro personal con Jesús, que tiene que hacerse vida, hasta el camino de la cruz. 

El Evangelio dice que se llenaron con un gran santo temor. Pero Jesús les dice: “Levántense y no teman”. Tantas veces escuchamos este mandato de Jesús: “No teman. No tengan miedo”. No porque la vida del discípulo es fácil sino porque Jesús está a nuestro lado. 

En la fiesta de la transfiguración, la Iglesia no celebra sólo la de Cristo, sino la propia, la nuestra. Es mediante la contemplación como nosotros podemos entrar desde ahora, en el misterio de la transfiguración, hacerlo nuestro y llegar a ser parte en la causa.

No sólo el hombre refleja lo que contempla, sino que llega a ser lo que contempla. Contemplando a Cristo nosotros llegamos a ser semejantes a él, nos conformamos a él, permitimos que su mundo, sus fines, sus sentimientos, se impriman en nosotros y sustituyan a los nuestros, esta contemplación nos lleva a la acción más profunda , nos transforma en otros Cristos. 

En esta manifestación de Jesús anima a los discípulos, para prepararlos para lo que iba a suceder, el camino de la Pasión, y quiere fortalecerles en la lucha de seguir fiel.

Hoy también a nosotros nos anima para ser sus discípulos fieles, para no dejarnos desalentar por los momentos difíciles de la vida, sino a vivir en la fe y la esperanza, de que ni el dolor, el sufrimiento y la muerte tienen la última palabra, la transfiguración del Señor nos muestra la vida plena y eternamente feliz a la que nos llama.

Jesús se transfigura ahora, asimismo, delante de nosotros, en cada Eucaristía, reconozcámosle y sintamos su presencia amorosa, sepamos contemplarlo, escucharlo y seguirlo, para ser sus discípulos y seguidores fieles. ¡Feliz Domingo! 

La fiesta de hoy nos conduce a la contemplación de Cristo, que se nos muestra con el esplendor de su gloria, y a la alabanza de aquel que, en esta visión, nos ha querido manifestar cuál es la esperanza de la realidad.

Como los discípulos lo han escuchado y contemplado, cada uno de nosotros debemos seguir este itinerario: escuchar, contemplar y seguir al Señor.