Hace algunos meses fui requerido para visitar a un enfermo. Lo recuerdo bien. Era domingo. Hubo que hacer un espacio en la apretada agenda para dar respuesta a la petición. Las personas que me solicitaron el servicio me llevaron en su automóvil. 

Tengo la costumbre de aprovechar el recorrido para ponerme al tanto de la situación del enfermo. Éste resultó ser casado por la Iglesia, pero hacía tiempo que había dejado a su mujer para establecer una nueva unión. Enfermo en etapa terminal. 

La segunda mujer ya no estaba a su lado. Así que buscó apoyo con la esposa legítima, quien lo recibió en su casa. 

Cuando llegué a su domicilio, me condujeron con el enfermo, que si bien no estaba propiamente dentro de la casa –ocupaba lo que me pareció ser una habitación destinada a las personas de servicio– sin embargo, gozaba de las comodidades de las que requería. 

Y, sobre todo, durante el rito de la unción de enfermos y la recepción de la Sagrada Comunión contó con la presencia de su esposa y de sus hijos, quienes con mucho fervor rezaban con y por su ser querido. 

Me dejó sumamente edificado ver que la familia que habría sido abandonada por él, ahora, en tiempos de dificultad y enfermedad, lo recibía y lo atendía con cariño. No había prejuicios, ni resentimientos, ni rencor. Había paciencia y perdón. No se le negó lo que necesitaba en el trance difícil en que se encontraba. 

El Evangelio de este domingo nos recuerda el precepto de perdonar a los demás, y se hace sobre la base de que nosotros hemos sido perdonados por Dios. 

Si nos fijamos en la parábola, no se le pide al siervo que perdone para alcanzar misericordia, sino que se le recrimina su duro corazón porque a él, que tenía una deuda mucho mayor, le ha sido cancelada. El perdón es uno de los rostros del amor donde éste se nos muestra con su fisonomía más nítida. Perdonar es propio de los corazones grandes. 

Al leer estas enseñanzas de Jesús, no podemos dejar de recordar su comportamiento en la cruz: “Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen”. Palabras que han sido repetidas multitud de veces por los mártires antes de perder la vida a manos de sus perseguidores, y que, en no pocas ocasiones, han sido causa de conversiones.

Pero el perdón no se improvisa. Cuando es verdadero nace de la profunda experiencia de sentir el abrazo de Dios que perdona nuestras faltas. Sólo así se entiende el comportamiento de los grandes. El beato Tito Brandsma OCD, por ejemplo, que había sido encarcelado en un campo de concentración nazi, respondió así después de ser golpeado salvajemente por un soldado: “Pobrecito, me da tanta lástima, que no puedo quererlo mal”.

No es por eso tampoco raro que la enfermera que se encargó de inyectarle ácido fénico para matarlo acabara haciéndose católica y declarando en el proceso de beatificación: “Tenía compasión de mí”. La muerte de aquel sacerdote carmelita cambió su vida porque descubrió en su rostro la mirada de la misericordia. 

Porque el perdón tiene un poder restaurador. Lo experimentamos nosotros cada vez que acudimos a la confesión sacramental y vemos cómo la Sangre de Cristo purifica nuestros corazones. También a nivel humano cuando somos perdonados por otros, el perdón nos devuelve la dignidad.

Jesús –que nos está enseñando en qué consiste la misericordia del Padre, de la que nosotros somos beneficiarios pero también transmisores– nos recuerda que hemos de perdonar siempre, sin medida. 

La expresión hebrea “setenta veces siete” se abre a un horizonte innumerable al que no hay que poner límites. Significa siempre y, por qué no, siempre con el mismo entusiasmo y con el mismo amor que la primera vez.

El Sirácide, también conocido como Libro de Ben Sirá, o Eclesiástico, es el último testigo canónico de la sabiduría judía en Palestina. La primera lectura de este domingo, tomada de este libro, nos exhorta a mirar continuamente a Dios y a adentrarnos en su misericordia. 

Esa es la mejor escuela para aprender a perdonar. Cuando hacen algo contra mí, han ofendido a un hombre, pero cuando yo peco, he ofendido a Dios. Sin embargo, Dios no me guarda rencor, sino que abre sus brazos, envía a su Hijo, me acerca su Iglesia para que yo pueda ser reconciliado. 

Es bueno rezar con el Salmo de hoy, el 102: “Él perdona todas tus culpas, y cura todas tus enfermedades; Él rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura”.

Sea alabado Jesucristo.