En las lecturas de este domingo encontramos fácilmente un elemento de la vida cotidiana del pueblo de Israel: la viña. En la primera lectura se encuentra el llamado “cántico de la viña” y en el Evangelio la parábola de los viñadores malvados.

Esta parábola puede interpretarse de una manera reduccionista, pensando solamente en que la viña del Señor se le había confiado al pueblo de Israel y que, por no haber aceptado a Jesucristo como Mesías, la viña les ha sido arrebatada.

Sin embargo, no podemos prescindir del principio de que Dios es fiel a sus promesas y, por lo tanto, la elección que ha hecho de este pueblo permanece, no cambia, porque Él es fiel. Entonces, no podemos dejar de reconocer que esta parábola es más que una sentencia declarada contra el pueblo de Israel, es más bien un llamado a la conversión, personal y comunitaria, eco del llamado que Jesús nos hacía ya desde el domingo pasado, cuando nos advertía que los publicanos y las pecadoras se nos habrían de adelantar en el Reino de Dios por haber creído en la predicación del Bautista.

Así esta parábola, que si bien es cierto que refleja la actitud de rechazo de este pueblo hacia Jesucristo, refleja perfectamente lo que es nuestra propia vida, pues ante Jesucristo sólo podemos tener dos opciones: o lo aceptamos o lo rechazamos. Con él no podemos estar a medias, pues la misma palabra nos advierte: “Ojalá fueras frío o fueras caliente, pero eres tibio y a los tibios lo vomito” (cfr. Ap. 3,15-16).

Nuestra realidad

Dicho de otra manera, tratando de aplicar esta parábola a nuestra propia realidad, nosotros no estamos lejos de parecernos a los viñadores, pues al igual que al pueblo de Israel, Dios nos ha confiado también una misión, la de hacer presente el Reino de Dios en este mundo. 

Sin embargo, muchas veces no tomamos conciencia suficiente para reconocer que la viña, es decir, el mundo, no es nuestro, es de Dios; que él nos lo ha dejado para empezar a hacer presente el Reino de Dios entre los hombres; un reino que ciertamente llegará a su plenitud al final de los tiempos, pero que tiene que empezar a ser ya una realidad entre nosotros.

Así, hoy el Señor nos ha confiado una misión concreta que realizar en su viña, y debemos recalcar, en “su viña”, nuevamente recordando que no es nuestra, que nosotros sólo somos los trabajadores a los que Dios les ha confiado sus dones. Entonces, ante esta misión a la que el Señor nos envía a realizar en su viña, nosotros debemos preguntarnos seriamente ¿qué estamos haciendo con aquello que el Señor ha puesto en nuestras manos para que lo trabajemos y lo administremos en nombre suyo? ¿Qué conciencia tenemos de que, lo que Dios ha puesto en nuestras manos es para que dé fruto? ¿Somos conscientes de que Dios nos pedirá cuentas de lo que hayamos hecho con aquello que nos confió?

Así, pues, pensemos ¿cómo hacemos presente el Reino de Dios en nuestra familia? ¿En nuestro trabajo? ¿En nuestra colonia o calle? ¿En nuestra comunidad parroquial o grupo de apostolado?

Si realmente nos diéramos cuenta de esto, que Dios nos pedirá cuentas de lo que ha puesto en nuestras manos, temblaríamos ante la grandeza de la misión. Desafortunadamente, aquello que recibimos como gracia, terminamos convirtiéndolo en propiedad y pensamos que tenemos todo el derecho de hacer con lo que se nos ha confiado lo que nosotros queramos y no es así.

Pues quien no pierde la conciencia de que todo es don y nada nos pertenece, procurará hacer siempre lo que el Señor le manda, sabiendo que Dios es el dueño absoluto de la viña y que espera de nosotros que le entreguemos los frutos a su tiempo.

Esto nos puede ayudar entonces, a hacer un buen examen de conciencia sobre lo que hacemos para empezar con nuestra propia vida, es decir, si este don que Dios me da lo he hecho crecer y dar fruto o, por el contrario, he desperdiciado mi vida y la he desgastado inútilmente por medio de los vicios, los resentimientos, las envidias, los celos, los pecados, descuidando mi salud, etcétera. 

Lo mismo podemos decir de otros dones que él pone en nuestras manos, como por ejemplo, la familia, que es el lugar precioso para encarnar los valores del reino, como por ejemplo la verdad, el amor, la justicia, la libertad, el prójimo. 

Sin embargo, es una realidad que muchos han hecho de este don lo que han querido, han destruido sus familias pensando que es mejor así, divorciándose, adulterando, no recibiendo el sacramento del matrimonio. Con todo esto la viña que el Señor nos ha confiado, termina sin dar los frutos para la vida eterna que tendría que dar.

Podríamos seguir haciendo una lista enorme de cosas que Dios nos ha confiado, y tristemente nos daremos cuenta de que la mayor parte de las veces hemos hecho con aquello lo que hemos querido y ciertamente no hemos estamos entregando los frutos a su tiempo, por lo que la sentencia final aplica perfectamente a nosotros: “Por esta razón les digo que les será quitado a ustedes el Reino de Dios y se le dará a un pueblo que produzca sus frutos”.

Concluyo recordando que, sin embargo, a pesar de nuestras debilidades, Dios es fiel y esta advertencia es un llamado amoroso de parte suya a la conversión, nos recuerda que cada día tenemos la oportunidad de empezar a cumplir con fidelidad la misión que nos confía para poder entregar así, los frutos a su tiempo, frutos para la vida eterna.

Sea alabado Jesucristo.