Al acercarnos a la celebración de la Semana Santa, en que contemplamos llenos de gratitud la entrega de Dios por nosotros, tenemos la oportunidad de descubrir el valor salvífico de nuestra propia cruz unida a la de Cristo. 

Encontré un día una pequeña reflexión. Alguien que sufre, pero con mucho sentido: “Acabo de recibir una extraña invitación a unas bodas de plata. Inés es una mujer que tiene 25 años clavada en una silla de ruedas. Está enferma. Esclerosis de placas. La invitación dice: Celebro 25 años de unión con Cristo crucificado. Tu, Señor, has escogido mi cuerpo enfermo; me tendiste tu mano, y me aceptaste como tu esposa para siempre”.

Mientras que para los hombres el orden habitual de los conceptos es vida-muerte, en Jesucristo es al revés: muerte-vida. Es necesario que el grano de trigo muera para que reviva y dé fruto, es necesario perder la vida para vivir eternamente (Evangelio). 

Jesús, sometiéndose en obediencia filial a la muerte vive ahora como Sumo Sacerdote que intercede por nosotros ante Dios (segunda lectura). En la muerte de Jesús que vuelve a la vida y da la vida al hombre, se realiza la nueva alianza, ya no sellada con sangre de animales sino escrita en el corazón, espiritual y eterna (primera lectura).

Jesús, “unión de los opuestos”

La tendencia humana más frecuente es dividir, disociar, separar, enfrentar. Jesús, venido desde Dios, actúa de otro modo y nos enseña a actuar también nosotros como él. El hombre tiende a separar el oprobio del sufrimiento del resplandor de la gloria: Jesús los une en sí porque el Padre los quiere unidos en Cristo y en nosotros. 

De ese modo el sufrimiento es glorioso, y la gloria tiene el dolor como peana. El hombre quiere fructificar sin morir, pero es imposible; Jesús acepta ser grano que muere bajo la tierra para dar fruto abundante. 

En Jesús se dan la mano dos realidades fuertemente antagónicas: la muerte y la fecundidad. Nosotros preferimos con mucho ser servidos a servir; Cristo prefirió servir a ser servido; y en ese incondicional servir le fue “servida” por el Padre la salvación de la humanidad. 

Los hombres en general no estamos fácilmente dispuestos a perder la vida (darla por el bien de los demás) y, sin embargo, es así como realmente la perdemos. Cristo, en cambio, la perdió, no se aferró a ella, y así la ganó para siempre y nos alcanzó la posibilidad de también nosotros “ganarla”, siguiendo sus huellas. Perderse al mundo para ganar al mundo, es el compendio del misterio pascual de Jesucristo.

La hora de Jesús

En el evangelio de San Juan se une el encuentro de Jesús con los “griegos” (representantes de la humanidad no judía) y la hora de Jesús, es decir, su pasión-muerte-resurrección. La hora de Jesús es, por tanto, la hora de la redención universal por el sufrimiento y por la glorificación. 

Ambos aspectos brillan con fulgor particular en la segunda lectura. Primeramente, el sufrimiento: “El mismo Cristo en los días de su vida mortal presentó oraciones y súplicas con grandes gritos y lágrimas a aquel que podía salvarlo de la muerte (…) Aprendió sufriendo lo que cuesta obedecer”. 

Esos gritos y esas lágrimas, tan humanos, están incluidos en su hora, en su tiempo y modo de salvarnos. No falta, sin embargo, la hora de la glorificación: “Alcanzada así la salvación, ha sido proclamado por Dios Sumo Sacerdote”. Sumo Sacerdote de la nueva alianza, del nuevo corazón humano, de la nueva ley escrita en lo más íntimo y profundo del alma.

La hora del hombre nuevo

La hora de Jesús es también la hora del hombre nuevo. El sufrimiento y la glorificación de Jesús llevan a cumplimiento la profecía de Jeremías, que la liturgia nos presenta en la primera lectura. 

La alianza nueva entre Dios y la humanidad estará sellada con la sangre de Cristo. Las estipulaciones de esa nueva alianza no estarán escritas sobre piedra ni será Moisés quien las comunique a los hombres; Dios mismo las escribirá en el interior del corazón y el Espíritu Santo “leerá” con claridad, de modo inteligible y personal, a todo el que le quiera escuchar, el contenido de la nueva ley, la ley del Espíritu.

Por eso nos dice san Juan que todos serán instruidos por Dios, todos: desde el más pequeño hasta el mayor. La pasión-muerte-resurrección de Jesucristo otorga a la humanidad entera la gracia de hacer un pacto de amistad y de comunión con Dios Nuestro Señor, y así llegar a ser hombre nuevo, auténtico, más aún “divino”.

Sea alabado Jesucristo.

José Ramón Reina de Martino