Recientemente el Papa Francisco nos ha regalado la exhortación apostólica gaudete et exsultate, en la que nos recuerda con mucha claridad y precisión nuestro llamado a la santidad. 

En la tercera parte del documento –algunas notas de la santidad en el mundo actual–, asegura que el Espíritu Santo es la fuerza y la energía que necesitamos para alcanzar la santidad. 

En efecto, el número 133 dice: “Necesitamos el empuje del espíritu para no ser paralizados por el miedo y el cálculo, para no acostumbrarnos a caminar solo dentro de confines seguros. Recordemos que lo que está cerrado termina oliendo a humedad y enfermándonos”. 

“Cuando los apóstoles sintieron la tentación de dejarse paralizar por los temores y peligros, se pusieron a orar juntos pidiendo la parresía: ‘Ahora, Señor, fíjate en sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra con toda valentía (Hch. 4,29)’”. 

“Y la respuesta fue que ‘al terminar la oración, tembló el lugar donde estaban reunidos; los llenó a todos el Espíritu Santo, y predicaban con valentía la palabra de Dios (Hch. 4,31)’”.

Una vocación específica, que llega a pleno cumplimiento cuando dejamos que el Espíritu del Amor de Dios tome posesión de todo nuestro ser. Y, ¿cómo es esa acción del Espíritu Santo?

Jesús envía el Espíritu Santo

Jesucristo envía el Espíritu Santo, abogado y defensor, santificador de las almas. El Espíritu Santo –dice el Catecismo de la Iglesia Católica– con su gracia es el “primero” que nos despierta en la fe y nos inicia en la vida nueva.

“Que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo”. Él nos lleva al conocimiento profundo de Cristo, de su obra redentora, de su amor a los hombres. Él despierta en nosotros la nostalgia de Dios, nos da aquella suavidad que es necesaria para creer y para abandonarnos incondicionalmente en la voluntad de Dios. 

Creer en el Espíritu Santo es profesar que el Espíritu Santo es una de las personas de la Santísima Trinidad, consubstancial al Padre y al Hijo, “que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”, como proclama el Símbolo Niceno-Constantinopolitano. Aquél que el Padre ha enviado a nuestros corazones, el Espíritu de su Hijo (cf. Ga. 4,6) es realmente Dios.

La misión 

Hemos recordado que, una vez que el Señor envía su Espíritu sobre los hijos de adopción, sobre todos los hombres redimidos, su acción será: unirlos a Cristo y hacerlos vivir en Él. 

a) Unirlos a Cristo. El Espíritu Santo nos une a Cristo. 

Nos ayuda a ver a Cristo Señor en su divinidad y en su humanidad, a sentirlo como compañero “incomparable” de nuestras vidas. La amistad con el Espíritu Santo es la que nos ofrece ese conocimiento íntimo y experiencial de Cristo. 

Por eso, nunca debemos de cansarnos de promover en nosotros y en las almas, esa amistad sencilla, espontánea, generosa con el Espíritu Santo. Por el bautismo, Él habita en nosotros, somos templos suyos, Él nos conduce a la verdad completa, Él nos revela el corazón de Cristo. Así, quien tiene devoción al Espíritu Santo, tercera persona de la Trinidad, llega a un más profundo y mejor conocimiento de Cristo y su obra redentora y del Padre y su amor infinito.

b) El Espíritu Santo nos hace vivir en Cristo. En realidad los diálogos íntimos que sostiene el alma con el Espíritu Santo la van conduciendo a una concepción de la vida, de los hombres, del mundo. 

Es en el diálogo interior que todos los días podemos y debemos sostener con Él, donde aprendemos el verdadero sentido del tiempo y la eternidad, de la fidelidad en el amor, de la vanidad de todas las cosas que no sean Dios y de la relatividad de cuanto nos ocurre en el trato con las criaturas. 

Él nos enseña a amar, nos enseña a perdonar, nos enseña a olvidar las injurias; a buscar y hacer el bien sin esperar recompensa; a confiar en Dios y a amarle sobre todas las cosas. Todo esto es vivir en Cristo y, sobre todo, nos ayuda a comprender nuestra parte en la obra de la salvación. 

Nos convierte en apóstoles aguerridos, nos hace sentir las necesidades de la Iglesia, de las almas. Si somos padres nos ayuda a perseverar en la misión de educar en la fe, en la moral y en todo aquello que es propiamente humano a nuestros hijos. En fin, el Espíritu Santo nos ayuda a comprender nuestra misión en la vida como miembros del Cuerpo de Cristo. Definitivamente nos ayuda a vivir “en Cristo”.

Sea alabado Jesucristo.

José Ramón Reina de Martino