El fracaso en Nazaret no desanima a Jesús. Al contrario. Además de continuar misionando, como veíamos el domingo pasado, envía también a sus discípulos a misionar. Los profetas del Antiguo Testamento tienen a veces discípulos; pero, que sepamos, nunca los envían de misión.

La labor del discípulo consiste en servir de apoyo social y espiritual al profeta, memorizar sus palabras y transmitirlas a la posteridad. El enfoque que tiene Jesús de sus discípulos es distinto, más dinámico: no se limitan a aprender, deben también poner en práctica lo aprendido, y ampliar desde ahora la actividad de Jesús.

Evangelio de Marcos

El texto del evangelio de Marcos (6,7-13) trata brevemente cinco puntos. Uno: la autoridad. Cualquier embajador o misionero debe estar investido de una autoridad. La que reciben los discípulos es sobre los espíritus inmundos. 

Esta idea, tan extraña a la cultura de nuestra época, debemos considerarla en el contexto del evangelio de Marcos. Jesús, desde el primer momento, en la sinagoga de Cafarnaúm, ha demostrado su autoridad sobre un espíritu inmundo. Sus discípulos reciben el mismo poder. Son embajadores plenipotenciarios.

Dos: equipaje y provisiones. Es interesante advertir lo que se permite y lo que se prohíbe: sólo se permite llevar un bastón y sandalias; en cambio, se prohíbe llevar comida (ni pan, ni alforja) y túnica de repuesto. El permiso del bastón y las sandalias contrastan con lo que dice el evangelio de Mateo, donde se prohíben. 

Es un caso interesante de cómo los evangelistas adaptan el mensaje de Jesús a las circunstancias de su comunidad: Marcos tiene en cuenta el apostolado posterior de largos viajes, por terrenos difíciles, que requieren el bastón y las sandalias. En cambio, la prohibición de comida y vestido de repuesto demuestra la enorme preocupación de Jesús por dar ejemplo de pobreza en una época en que los predicadores religiosos eran acusados con frecuencia de charlatanes en busca de dinero.

La orden de Jesús

Tres: alojamiento. Para evitar tensiones y peleas entre las personas que quisieran acogerlas en sus casas, Jesús ordena que se alojen siempre en la misma. Cuatro: rechazo. El apostolado no tendrá siempre éxito. Igual que Jesús fue rechazado en Nazaret, ellos pueden ser rechazados en cualquier lugar.

Cinco: la actividad. Curiosamente, lo que deben hacer los discípulos no aparece hasta el final: “Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban”. 

Lo mismo que hacía Jesús, a excepción del uso de aceite para curar enfermos. Esta práctica parece haber entrado en la Iglesia en un momento posterior y está atestiguada en la carta de Santiago: “¿Que uno de vosotros cae enfermo? Llame a los ancianos de la comunidad para que recen por él y lo unjan con aceite invocando el nombre del Señor (Snt. 5,14)”.

En las instrucciones de Jesús, el tema del rechazo es el que ocupa menos espacio. Sólo se menciona como posibilidad. En cambio, la primera lectura (Am. 7, 12-15) nos recuerda que esta posibilidad fue y sigue siendo muy real.

A mediados del siglo VIII a.C., el profeta Amós, originario del sur (Judá) fue enviado por Dios a predicar en el Reino Norte (Israel), para denunciar las injusticias terribles que se cometían, favorecidas por la corte y el clero. El enfrentamiento más fuerte tiene lugar en el santuario de Betel (Casa de Dios), con el sumo sacerdote Amasías, que lo expulsa. En el fondo, Amós tuvo suerte. A otros les cortaron la cabeza.

Leyendo el texto completo de Amos se advierte una diferencia capital entre la reacción del profeta y la que deben tener los discípulos de Jesús. Cuando el sacerdote Amasías expulsa a Amós de Betel, este le responde anunciándole que su mujer será violada, sus hijos e hijas morirán a espada, perderá sus tierras y será deportado. El discípulo de Jesús, si es rechazado, debe limitarse a sacudirse el polvo de los pies. Ni una palabra de amenaza o condena. El juicio corresponde a Dios.

“Predicaban la conversión”

El evangelio no concreta lo que los discípulos deben predicar. Sólo dice que “predicaban la conversión”, igual que Jesús. Al pasar los años, especialmente después de su muerte y resurrección, el mensaje de los apóstoles se fue enriqueciendo con lo que Jesús hizo y dijo, y también con una elaboración teológica de lo que él supuso para nosotros.

La introducción de la carta a los Efesios (1, 3-14) es un excelente ejemplo de esto último. Pero su estilo tan denso, barroco y recargado se presta a que los asistentes a la misa no se enteren de nada. Una pena, porque las ideas son espléndidas.

Adviértase que el texto habla generalmente de “nosotros” (“nos ha bendecido”, “nos eligió”, “nos ha destinado”, “nos ha obtenido”, “hemos heredado”, “nosotros, los que ya esperábamos en Cristo”). 

Pero termina hablando de “ustedes” (“y también ustedes”, “han escuchado”, “han creído”, “han sido marcados”. Parece lógico aplicar el “nosotros” a los cristianos de origen judío; el “ustedes”, a los efesios, de origen pagano.

Ante la persona y la obra de Jesús, la reacción de los primeros debe ser bendecir a Dios por todos los beneficios que nos ha concedido a través de Cristo, que se resumen en estos cinco puntos: nos eligió; nos destinó a ser hijos suyos; por su sangre, nos perdonó los pecados; nos dio a conocer su proyecto de recapitular en Cristo todas las cosas; nos convirtió en herederos.

¿Y los efesios? ¿Y nosotros? La carta toma un rumbo muy distinto. No comienza hablando de lo que Dios ha hecho por nosotros, sino de lo que nosotros hemos hecho al escuchar la extraordinaria noticia de que hemos sido salvados: “Habéis creído”. 

Y entonces, Cristo nos ha marcado con el Espíritu Santo, “prenda de nuestra herencia”. Muy pocas palabras, en comparación con los párrafos dedicados al “nosotros”, pero con la novedad de la acción de Cristo y el don del Espíritu.

En cualquier caso, al recapitular Dios todas las cosas en Cristo, todo lo que se dice es válido para todos. También nosotros podemos y debemos proclamar: “Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales y celestiales”.

Apolinar Hernández Altamirano