La sabiduría se complace en donarse gratuitamente a quienes carecen de ella. La primera lectura nos permite disfrutar una bella descripción de la casa de la sabiduría y del banquete, que parece una alusión al templo y a los banquetes rituales o comidas sagradas, propios de la religiosidad judía. De todos modos, el sentido de estos versículos es evidenciar la gratuidad con que la misma sabiduría se entrega a todos, sin ningún tipo de condiciones.El salmo 33 es un pórtico de alabanza y acción de gracias. Dios merece ser alabado porque “este pobre clamó y el Señor le escuchó”. Cuando otros pasen por la misma experiencia comprobarán el resplandor del rostro divino y proclamarán que Dios en persona está junto a ellos. El respeto reverencial, el sobrecogimiento religioso, tiene sus ventajas, entre otras, la de gozar de la abundancia divina reservada a los pobres y gustar de la bondad de Dios. 

Un nuevo invitatorio introduce a un diálogo sapiencial y a una exhortación: Dios, que acampa entre nosotros, tiene predilección por los atribulados, pues cuida de ellos, de todos sus huesos. 

La maldad, en cambio, o la desgracia, acaba con los malvados. “Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor”, palabras citadas por Pedro en un contexto bautismal, consigna que se convierte en sabiduría cuando se experimenta el cuidado de Dios hacia los suyos.

Hablando de la conducta cristiana, y de la necesidad de permanecer en el reino de la Luz, Pablo exhorta a la comunidad de Éfeso a perseverar vigilantes y conscientes de sus propios actos: como personas sensatas, aprovechando los momentos presentes a pesar de haber dificultades, en la búsqueda constante de la comprensión de la voluntad divina, llenándose del Espíritu, mediante la alabanza y acción de gracias. 

Esta descripción paulina evoca aquella enseñanza sobre las vírgenes prudentes del evangelio, esperando al esposo con las lámparas encendidas de himnos y cantos inspirados en la noche de los malos tiempos que corren.

“La carne y la sangre”

El versículo 55 de este capítulo sexto de San Juan es central, pues acentúa el realismo de la Eucaristía. La carne y la sangre del Hijo del Hombre son verdadera comida y verdadera bebida. 

Pueden cumplir perfectamente la función de saciar el hambre y la sed de las que Jesús ya ha hablado. Gracias a la Eucaristía el creyente puede unirse a Jesucristo; se trata de una recíproca compenetración, de una permanencia mutua: la misma vida divina que va del Padre al Hijo, pasa al creyente que comulga. 

Esta parte es considerada una síntesis de todo el evangelio joánico, y de este mismo discurso del pan de vida. Jesús es el Hijo, y el discípulo llega a ser hijo de Dios por su unión con el Hijo. 

Comiendo la carne gloriosa de Jesús, pan de vida, el creyente recibe con sobreabundancia la vida divina. Esta comunicación de vida participada sucede en el contexto de la misión. No se trata de una vida que se confina, sino que debe comunicarse a los demás, siguiendo el mismo impulso dinámico del Hijo, el enviado del Padre, que vino al mundo para dar vida.

Alimentarse solo para robustecer el cuerpo sin alegrar el ánimo para construir una auténtica fraternidad, parece ser el pan de cada día en nuestros tiempos; hoy también contemplamos y sufrimos los embates de la incertidumbre, del hastío, de los vacíos existenciales, de las profundas crisis que han dejado hondas huellas de dolor y sufrimiento en el rostro de una humanidad desconsolada. 

Y podemos cuestionarnos: ¿dónde está Dios en medio de tanta violencia y desamor? ¿A dónde podemos mirar y acudir con la certeza de ser fortalecidos? ¿Acaso nuestros dolores son irremediables y el resto de nuestros días, condenados a la desdicha? ¿Cómo devolver la confianza a quienes han perdido la esperanza de disfrutar de los cielos nuevos y la tierra nueva que un día les fueron prometidos?

“Qué bueno es el Señor"

Entre tanto, se oye, desde el silencio del mundo, y más bien en el estruendo de la conciencia que Dios ha confiado a cada persona, aquella proclamación del salmo: “Haz la prueba y verás qué bueno es el Señor”. 

Quizás para muchos de nuestros contemporáneos, estas palabras son desconocidas, porque no han escuchado sobre las proezas del Señor, porque no ha habido profeta que se los anuncie; pero también en muchos casos, esta proclamación ha sido silenciada por la indiferencia o por el deseo de hacer a un lado a Dios, pues se le ha visto lejano desde la falta de un testimonio auténticamente caritativo de sus adeptos. 

Hoy, los cristianos, necesitamos salir a anunciar la belleza de la fe y la delicia del pan eucarístico que nos nutre y alegra, dando a los hombres y mujeres de nuestros ámbitos ordinarios, la seguridad de lo extraordinario de ese Jesucristo que todo lo transforma con su generosa entrega en la Cruz, llevándonos al gozo de su Pascua.

Fernando Luna Vázquez