Cuando era seminarista, en las vacaciones del periodo estivo, se me encomendó, junto con otro compañero, ir a visitar a nuestros bienhechores para agradecerles su apoyo, asegurarles que estaban presentes en nuestras oraciones y, por supuesto, pedirles que siguieran ayudándonos. 

Con uno de ellos sostuvimos una conversación que recuerdo con mucho agrado. Era un hombre con amplia cultura. Nunca se casó, trabajó lo suficiente para contar con recursos económicos que le permitieron viajar y conocer el mundo. 

Nos refirió con cierta emoción un viaje que hizo a Roma. Nos contó que llegó a la Basílica de San Pedro, y que en ese momento se celebraban las exequias de alguien que él nos definió como un “alto prelado”. 

Para nuestro interlocutor ese momento fue de particular importancia. Nos decía que se imaginaba al difunto cuando vivía. Gozaría de honor, de respeto; se imaginaba su importancia, cómo se vestiría, cómo sería tratado. Todo eso le resultaba paradójico, al ver en lo que terminaba. 

Un ataúd austero, colocado sobre una alfombra a ras de piso. Y concluyó diciéndonos. “Jóvenes, sic transit gloria mundi” (así pasa la gloria del mundo). Lo que parece estable y seguro, se termina.

El Evangelio de hoy nos propone para la reflexión dos temas muy importantes en la vida cristiana: la humildad y el servicio.

Jesús aparece dialogando con sus discípulos que no terminan de entender lo que les está diciendo sobre el Hijo del hombre. No entienden y tienen miedo de preguntar. Ellos pensaban en el reino del que Jesús les hablaba en términos puramente humanos. El Señor toma la iniciativa y les contesta sobre sus preocupaciones.

Primera respuesta de Cristo: humildad

La humildad no consiste en proyectar una imagen pobre de nosotros mismos. No es menospreciarnos ni despreciarnos. Tampoco es sobrevalorarnos, ni proyectarnos por encima de los demás. Santa Teresa de Jesús decía que la "humildad es la verdad", o sea, ser humilde es reconocernos ante Dios, ante nosotros mismos y ante los demás, tal cual somos, con nuestras tragedias y miserias, con nuestros carismas y cualidades. Reconocemos que todo lo que somos y tenemos lo recibimos de Dios y, agradecidos, con Él, nos ponemos con alegría y generosidad al servicio del prójimo. 

Los apóstoles estaban programando su futuro ambicionando grandes puestos en ese reino que Jesús traía, pero ahora el Maestro les plantea otro tipo de ambición. En lugar de la ambición de que nos lo hagan todo, les expone la ambición de hacer cosas para los demás. Lo que deseaban los discípulos, en lugar de ser un medio para ganar preferencia en su reino, sólo servía para que este reino no llegara.

El mundo que nos ha tocado vivir no es un lugar donde se defienda la humildad, yo diría que todo lo contrario. De ahí, uno de los choques permanentes con este tipo de sociedad donde los más débiles y los más humildes son marginados. 

Los cristianos tenemos que ser en el mundo de hoy los mejores defensores de los más débiles e indefensos, no creyéndonos salvadores de nadie, sino intentando que todos conozcan de verdad al único Salvador.

Segunda respuesta de Cristo: servicio a demás

Un servicio desinteresado a los otros, en especial a los más débiles y pobres de nuestro mundo. Tenemos que aprender a despegarnos de nuestros egoísmos y pequeñas apetencias, para comprender el misterio de Cristo. Los discípulos querían el prestigio, el reconocimiento humano y el hacer carrera, no el servicio a los demás.

El reino de Dios es un reino de servidores de los demás. ¡Cuántas veces en nuestras comunidades vemos hermanos y hermanas que buscan reconocimiento humano a su tarea! Quedan frustrados al darse cuenta que el gastar la vida por los otros no es el reconocimiento humano, sino la hondura divina lo que tendrá por recompensa.

Servir para ser el más grande, ese es uno de los mensajes más importantes que nos dejó Jesús. Su ejemplo fue más allá, Él no hizo solamente obras buenas sino que se entregó a sí mismo en el mayor acto de servicio a los demás, y en su entrega alcanzamos la salvación.

Humildad y servicio, dos aspectos del amor al que Dios nos invita. Entender vivencialmente estas dos propuestas significa que debemos cambiar nuestra óptica del mundo y de nosotros mismos. Este mundo que vemos es hermoso, pero pasajero. Las cosas materiales y lo que de ellas derivan: prestigio, poder dinero, desparecerán. Al final de nuestra vida sólo contará lo que hayamos hecho por Dios y por nuestros hermanos los hombres. Sea alabado Jesucristo.

José Ramón Reina de Martino