Un día, el famoso pintor Bartolomé Murillo (1617-1682) llevó al museo a su criado, Sebastián Gómez, quien, impresionado al ver las obras de arte, al poco tiempo pintó su primer cuadro. Al verlo, Murillo exclamó: “Estoy satisfecho de haber producido, además de cuadros, un pintor”. Gómez había nacido con el talento, pero no lo había descubierto hasta que se le abrieron los ojos al mirar las pinturas. A veces nos pasa igual, tenemos una grandeza que no apreciamos ni desarrollamos por no mirar al modelo del que hemos salido y al que estamos llamados a alcanzar: Jesús.

Ésta era la situación del ciego de nacimiento del Evangelio, que representa a la humanidad cegada por el pecado original. “También nosotros, a causa del pecado de Adán, nacimos ‘ciegos’”, recuerda Benedicto XVI. El pecado nos sume en tinieblas. Nos incapacita para descubrir nuestra grandeza y la de los demás. Nos impide conocer la realidad y el sentido de la vida. 

Nos hace presa de aquellos que manipulan nuestras necesidades físicas, sexuales y afectivas, reduciéndonos a objetos de placer, de producción y de consumo, ofreciéndonos la “limosna” de una alegría incompleta y fugaz.

Pero Jesús, luz del mundo, se nos acerca, como hizo con el ciego, para abrir nuestros ojos poniendo frente a nosotros lo que podemos llegar a ser: hijos de Dios. ¡Él es nuestro modelo, ya que, siendo Dios, se hizo uno de nosotros para salvarnos, como lo expresa al mezclar el barro con su saliva, según explica san Agustín. ¿Qué nos pide para que podamos alcanzar esa vida libre, plena y eterna que nos ofrece? Que pongamos de nuestra parte, recibiendo al Espíritu Santo que se nos comunica en el bautismo.

El ciego de nacimiento lo hizo. Entonces, pudo verlo todo con claridad: su grandeza y la de los demás; su responsabilidad ante la creación y el sentido de la vida. ¡Alcanzó la libertad en la verdad! Y tal fue su transformación que la gente se preguntaba “¿es el mismo?”. Incluso, algunos pretendieron confundirlo, imponiéndole sus propios criterios acerca de Dios y de Jesús, con el fin de seguirlo manipulando. También, habrá quien quiera desorientarnos a los bautizados para hacernos desconfiar de Jesús y someternos a sus propios intereses.

Aquel hombre, iluminado por Dios, no se dejó llevar por las apariencias. “Así —como afirma Crisóstomo— no rehusó manifestarse él mismo para proclamar a su bienhechor”. 

Como él, conservemos y defendamos nuestra identidad cristiana, viviendo como hijos de la luz, con bondad, santidad y verdad. No tengamos miedo de ser expulsados de la masa que vive sometida a las ideologías y a la moda, porque Cristo, el pastor con el que nada nos falta, nos recibirá y nos dará la luz de la fe, que, como decía Juan Pablo II, “es capaz de transformar los corazones… las mentalidades y las situaciones sociales, políticas y económicas”. Que María nos ayude a comprenderlo y a decir al redentor, con nuestras palabras y obras: “Creo, Señor”.