Al ir manejando hacia el Seminario Mayor Palafoxiano de la Arquidiócesis de Puebla para impartir la clase de Historia de las Religiones, pude leer, escrita en un camión que iba delante de mí, esta leyenda: “De novios, besos y abrazos… De esposos, gritos y trancazos”. Esto, por desgracia, en muchos, muchísimos casos, es cierto. Por eso, sobre el matrimonio existe toda clase de chistes, como el niño que pregunta: “Papá, ¿por qué te casaste con mamá?; a lo que responde: “Tú tampoco te lo explicas, ¿verdad?”. O aquella mujer que interroga al marido: “¿Crees en el amor a primera vista? Claro —contesta él—. Si te hubiera mirado dos veces no me habría casado contigo”. O la señora que le dice al esposo: “Me recuerdas al mar”, a lo que él responde: “No sabía que te impresionara tanto”. Entonces ella comenta: “No me impresionas, ¡me mareas!”.
Sí, a veces parece que vivir el amor en el matrimonio es casi imposible. Por eso, los fariseos interrogaron a Jesús sobre la licitud del divorcio. La cuestión de fondo era saber si es correcto separase cuando las cosas no van bien, cuando alguno ya no se siente a gusto o cuando otra persona es más atrayente. También hoy muchos se cuestionan esto porque, como advertía el Concilio Vaticano II: “El amor conyugal es frecuentemente profanado por el egoísmo y por el hedonismo”. Esto se agudiza en una época en la que la opinión pública ha sido influida para hacer a las personas inmaduras y manipulables, mostrando el placer y la comodidad como lo más importante en la vida; presentando la infidelidad, las conductas desviada, la anticoncepción y el aborto como signos de progreso y libertad; y como enemigas ridículas las posiciones a favor de la verdad, el amor, la fidelidad y la vida.
Para librarnos de la confusión que puede llevarnos a la perdición, Dios nos ha revelado que Él, que es amor, creó al hombre y a la mujer a semejanza suya, con la capacidad y la responsabilidad de amar, que les lleva a ala fecunda alianza matrimonial. A esta unión exclusiva e indisoluble, que había sido dañada por el pecado, Jesús la ha restablecido a su estado original y la ha elevado a la dignidad de sacramento, otorgando a los esposos la gracia necesaria para alcanzar la santidad en la vida conyugal, y para recibir y educar responsablemente a los hijos. Por eso, el matrimonio celebrado válidamente y consumado de forma humana no puede ser disuelto por ningún poder humano ni por ninguna causa fuera de la muerte. “El desarrollo del amor hacia sus más altas cotas —recuerda el papa Benedicto XVI— implica exclusividad… para siempre”.

Permanecer fieles con la ayuda de Dios
De ahí que el divorcio sea una ofensa grave a la ley natural, que causa grandes daños al conyugue que se ve abandonado; a los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión por causa de ellos; y al resto de la sociedad. Para realizarnos, necesitamos estabilidad, por eso no podemos permitir que nadie, ni las amistades, ni algunos parientes, ni los medios de comunicación, ni la sociedad, ni el trabajo, ni las diversiones poco sanas, ni los resentimientos, separen lo que Dios unió. ¿Qué sentiríamos si jalaran nuestros brazos en sentido opuesto? Eso es lo que experimenta un niño cuando sus padres están divididos, eso es lo que experimenta la sociedad cuando los pilares la familia se separan. De ahí que debamos luchar por la unidad.
Claro que existen situaciones graves que hacen necesaria una separación; sin embargo, debe agotarse hasta el último recurso y ver si ésta es realmente necesaria. La Iglesia admite la separación física de los esposo cuando la cohabitación entre ellos se ha hecho prácticamente imposible. Pero estos, mientras viva el otro cónyuge, no son libres para contraer una nueva unión, a menos que el matrimonio sea nulo y, como tal, declarado por la autoridad eclesiástica. Cabe aclarar que el cónyuge que se ve injustamente abandonado y es víctima inocente del divorcio, si permanece fiel al vínculo matrimonial, no peca. Así mismo, si el divorcio civil representa la única manera posible de asegurar ciertos derechos legítimos como el cuidado de los hijos o la defensa del patrimonio, puede ser tolerado sin construir una falta moral, si quien lo tolera comprende que no por eso es libre para contraer una nueva unión. Dios, creador y Señor de todas las cosas quiere que sus hijos tengamos parte de su gloria. Para eso nos ha enviado a Jesús, quien aceptando vivir la fidelidad del amor hasta el extremo, incluso en el sufrimiento, nos ha salvado. Así nos enseña cómo realizar plenamente nuestra propia naturaleza, y como alcanzar la participación en la vida divina: amándonos los unos a los otros. ¡Hagámosle caso, aceptando los esfuerzos y sacrificios que, a causa de nuestra debilidad, comporta amar! Confiemos en Él —como nos exhorta san Beda—, para que pueda darnos su bendición. Entonces comprobaremos cómo, a pesar de las dificultades, es dichoso aquel que sigue sus caminos.