Exuberante, mujer alta, de voz inolvidable, Virginia Fábregas no se pierde en los testimonios de la gran ciudad, el México naciente que todavía allana vialidades sumidas en sonoros rugidos de Ford y bicicletas; hombres de a pie acomodando sombreros, damas cuya vista se apropia de halagos: el Porfirismo cuenta sus últimas horas.
Comparada con Sarah Bernhardt –el parecido y dote escénica las hermanaban–, Virginia Fábregas García, nació en diciembre de 1872, en Morelos; de carácter firme pero dueña de presencia audaz, el teatro fue su vida; pasión que le dio fama desde sus primeras actuaciones en Campeche.
En sentido estricto, la capital se le rendía; familias poderosas –a manera de congregación– llevaban a hijos y parientes al espacio que mantuvo su nombre, donde antes reinó el antiguo Renacimiento, del que se cuenta Díaz Mori presenció la apertura.
Para la época, recién comenzado el siglo XX, la diversión social apenas consistía en caminatas vespertinas por la gran Alameda, parques cercanos a viviendas y el teatro, centro de reunión familiar por excelencia: el Fábregas lo representaba.
Al fondo brillaba el enorme telón de terciopelo, y al dar inicio las funciones las plateas se abarrotaban; actriz de carrera, Virginia se dejaba descubrir entre luces o sombras; silueta dibujada, estatura que todo lo podía.
Reconocida por su voz y movimientos, por avatares normales durante y al finalizar la Revolución, perdió el inmueble y tras recuperarlo no pudo superar despojarse del sitio, su vida.
En algunas crónicas publicadas al avanzar el siglo, Xavier Villaurrutia la recordaba amable, quizás acostumbrada por tratar con jóvenes de su edad o admiradores desconocidos que la abordaban en momentos menos oportunos tras escenarios.
Sólo de esta forma se le podía aproximar, intempestiva, directo, sin adornos que la ahuyentaran de ideas o propuestas, no menos que otras profesionales. Así, en su aspecto dramatúrgico, Villaurrutia –en colaboración con el pintor Agustín Lazo–, le compartieron traducciones del italiano Luigi Pirandello.
Al considerar que por tradición al escritor latino se le traía a México mediante versiones previamente publicadas en francés, para Virginia Fábregas su traducción directa era “sensual”. Escalonado, eran los primeros acercamientos que el grupo de Contemporáneos tenían con el teatro profesional, años más tarde complementado con Ulises, su experimento.
En perspectiva, incursionaban con Roberto Montenegro en el ambiente atestiguando el ya célebre Federico Gamboa, con ello la curiosidad que en su etapa de madurez supo explotar el también poeta, símbolo que Fábregas García tuvo que ver.
Bien puede pensarse su legado como el más fructífero de las artes escénicas del país, su trayectoria la ofrece con amorosa calidad encima de notas y crónicas que la nombraban, ya fuera en México, Europa o Latinoamérica, cúspide que sus coetáneos aspiraban.
Igual que los jóvenes se le aproximaban, ella, apenas a los 21 años confirmó su trabajo a finales de abril de 1892, actuando en comedias y otras de corte popular, debutando en puestas sucesivas que la consagraron, y de las cuales en academias se le estudia.
Virginia Fábregas también estuvo presente en memorables obras, unas más que hacia la década de los veinte del siglo anterior se les tomaría en cuenta como “actuales”, “La dama de las camelias”, “Fedora” o “Doña Diabla”.
Amante de las puestas gala, recuenta el poeta de “Nocturnos”, pedía a Saturnino Herrán que pintara grandes carteles que recibían al público a la entrada de su teatro: una diva que probablemente por su origen humilde supo explotar en beneficio propio, no con exuberancias sino elegancia en actos.
Su labor fue destacada –justamente por el gobierno francés–, cuando en 1908 se le concedió el premio “Palmas Académicas”, así como otros reconocimientos por sus actividades culturales y artísticas, derecho que le dio descansar en paz en la Rotonda de las Personas Ilustres, tras morir en noviembre de 1950.