Soledad, tierra muerta donde las voces parecen sujetarse al último respiro; ecos que van golpeando puertas, caminos en los cuales la miseria es reflejo de bondades pasadas; tragedia y oscuridad: Comala, espacio que destila la sangre del cuerpo, memoria que resiste a perderse, hogar de Pedro Páramo.

De esta manera, Juan Rulfo imaginó cada uno de los escenarios que dieron forma a la novela más influyente del siglo pasado, misma que a la fecha resulta imposible exhumarla de la memoria colectiva del mexicano. Por ello, más que comprenderla el lector se atreve a sentirla, “dolerla” sin remordimientos.

Precisamente “Pedro Páramo” es motivo de estudios que complementan su visión, tan actual que se aproxima a la realidad nuestra, encumbrada en diálogos casi perfectos que diagraman una forma de pensar específica que transita entre la religión y su pago de dádivas.

No obstante, enumera el clamor por justicia, espejo del poder gobernante que decide la suerte de todos, vida de algunos cuantos. En esto radica su posibilidad de lectura, nunca queda al margen del sufrimiento, al contrario, lo delinea hasta ofrecerlo en su interpretación pura.

Incluso, encuentra senderos donde la indolencia se adueña de acciones y pensamientos, porque aún en pie la muerte sabe atender ruegos o maldiciones, no como justicia divina, sino mediante expresiones de venganza que llegan a la hora indicada.

Así, en “Pedro Páramo” se nutre el sentido del desarraigo, necesidad por conocer el origen, piedra angular del carácter y progenie familiar, de quien a oídas halla recuerdos de la madre, Juan Preciado, quien termina por cumplir deseos ajenos con sus consecuencias en aquella Comala, sepulcro de muchos, tormento innecesario.

En este sentido, los personajes traen a cuentas pecados que habrán de pagarse una y otra vez cuando la noche cae, sin vientos que los dispersen, ahogados en la garganta por calores consumiendo la piel sin un tiempo lineal, instrumento narrativo que otros novelistas –Jorge Luis Borges, José Revueltas, Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez, por citar algunos– emplearon.

Precisamente, el tiempo es factor, lo transgrede a conveniencia, hurgando en sus entrañas, lo mismo al presente mutilado –agonía repetida– que al pasado frondoso, sinónimo del México posrevolucionario que se preparaba para la lucha de la fe, la Guerra Cristera; sin embargo, por convención el futuro desaparece pues Comala se desbarata entre las manos.

Situada en el realismo mágico, “Pedro Páramo” fue publicado originalmente en 1955 gracias al apoyo de la beca del Centro Mexicano de Escritores, de la cual –un par de años antes– hacia 1953 Juan Rulfo se valió para dar a conocer “El llano en llamas”, serie de cuentos que fueron preámbulo en atmósfera de la novela.

Catalogada como una obra maestra que, de acuerdo con diversas ediciones, no supera las 130 páginas, de las que el mismo García Márquez supo indicar serán perdurables al igual que los clásicos griegos y latinos, hasta ser adaptada para el cine por Carlos Fuentes y dirigida por Carlos Velo entre 1966 y 1967.

Entre los actores destacaron Ignacio López Tarso, Pilar Pellicer, Julissa, Jorge Rivero y John Gavin, elenco que conquistó el Festival de Cannes, Francia, emblema de una producción aclimatada a exigencias culturales del momento y la proyectan como film de culto.

“Pedro Páramo” es producto del buen observador, quien sabe encontrar en miradas y labios secos el umbral del llanto, pesares arrastrados e infancias a contraluz, estadios de la propia condición humana que Juan Rulfo retrató en su faceta como fotógrafo, explorando paisajes, nubes y siluetas, racimos y desiertos.

Si en sus páginas se plasma lo más hiriente de vivir, en sus negativos surgen sombras que carecen de identidad, atemporales; edificios abandonados piedra sobre piedra sin Dios a quien pedir justicia, cruces sin venerar, símbolos de esperanzas que terminan siendo inmorales.

Al final, “Pedro Páramo” sí es un clásico mexicano  que, por desgracia, en no pocos despierta envidias, pero se mantiene presente gracias al uso crudo del lenguaje, descripciones latentes, semejantes a la realidad conocida y encuentros naturales con la muerte hasta atribuirle voces que despiertan para hacer notar su estancia en el mundo. Sí, todos somos Pedro Páramo, todos llevamos un Juan Preciado a flor de piel.