Como nunca en la historia cultural reciente en México, una revista logró establecer parámetros literarios que darían pie a fundar una tradición literaria; encausar vasos comunicantes donde convergieran rasgos fundamentales de generaciones pasadas y nuevas guías de apreciación, presente, futuro, polémicas y adulaciones, como fue “Contemporáneos”.

Es difícil encontrar desde finales del siglo XIX hasta los primeros años del XXI alguna publicación que se aproxime –quizás– al legado que ésta dejó entre críticos y lectores, no por falta de nombres, sino por la multitud de posturas contenidas en índices o nóminas. Fuera de esta sentencia, “El Universal Ilustrado” queda al margen gracias a que en sus planas salieron a la luz pública quienes más tarde se encargarían de proyectarla.

Las revistas “Azul”, “Moderna”, “El Hijo Pródigo”, “Siempre” –inclusive aquella de la Universidad de México– terminan siendo herederas y resultado de “Contemporáneos”, necesidad de ofrecer un equilibrio ante lo dictado por esferas políticas y sus recientes escollos culturales que apuntarán sus baterías contra José Vasconcelos, candidato presidencial en 1929.

Justamente, un año antes, para junio de 1928, saldría a la venta su primer número bajo el eslogan “Revista Mexicana de Cultura”, emblema de apropiación nacional dejando ver pretensiones y alcance, dirigida por Bernardo Gastélum, Jaime Torres Bodet, Enrique González Rojo y Bernardo Ortiz de Montellano que, sin dejar de patrocinarse desde la esfera gubernamental contaba con amplio margen en decisiones editoriales.

Si bien “Contemporáneos” dio nombre a la generación, sus colaboradores ya contaban con al menos 10 años publicando dentro y fuera del país. Eran habituales sus nombres junto a José Gorostiza, Salvador Novo, Xavier Villaurrutia, Gilberto Owen, Jorge Cuesta, todos egresados de la Escuela Nacional Preparatoria, hoy Antiguo Colegio de San Ildefonso.

No obstante, lejos de “magazines primaverales” o de curiosidad –tal es el caso de “Ulises”–, la revista fungía como empresa formal: calidad de papel, portada única –diseño de Gabriel García Maroto–, distribución de los textos y una línea editorial basada en el universalismo; precisamente, sus editores entendieron que el arte no debe concebirse como objeto local ni exaltar valores nacionales por encima de otros, al contrario, es parte del todo y así puede describirse en rasgos que conmueven al género humano no así a una raza, al país.

Costando un peso el ejemplar –precio de lujo para el momento–, “Contemporáneos” entregó artículos de quienes se agruparon en torno a ella, oportunidad de la cual se valieron sus detractores para tratar de restarles mérito pretextando falta de congruencia aunque en el papel es complicado señalar quiénes dentro del círculo cercano pudieran compartir su ideal artístico.

Salvo contadas excepciones –algunos pintores, muralistas, narradores, etcétera– fueron invitados a escribir en “Contemporáneos”, siendo Mariano Azuela uno de ellos, Jorge Mañach, Agustín Lazo, Celestino Gorostiza, Octavio G. Barreda, Carlos Mérida, entre tantos más, inclusive, se dio oportunidad a retratar movimientos europeos y sus resonancias en México.

Durante los tres años que estuvo circulando –1928 a 1931– supo resistir agresiones desde el oficialismo posrevolucionario proponiendo una visión de arte para dispendio interno, aquellos beneficiados por el expansionismo cultural y otros grupos que observaron en la generación perversiones morales –¿estéticas– contrarias al “buen pensar” de la los días.

Logró sostenerse mediante publicidad o suscripciones, elementos que le dotaron de formalismo, hasta anuncios de la Escuela de Verano administrada por la entonces Universidad Nacional de México, en la cual también influyeron integrantes de la revista, sin embargo, el paso natural y al irse “desmembrando” la nómina, “Contemporáneos” terminó su vida útil cuando no hubo recursos para sostenerla ni interés colectivo que la dotara de fuerza.

Sobre el final de su era “el grupo sin grupo” fue encasillado como “fabricantes de acrósticos” o carentes de cualquier representación que los acercara con vanguardias y representantes, astillas que en su memoria aún son temas que se abordan en ambientes críticos, aunque uno de los intentos por revivirla fue de Alfonso Reyes hacia 1932, cuando ya finiquitada quiso publicar cuatro números al año en igual número de ciudades: México, Madrid, París y Río de Janeiro, tal como se lo confesó a Pedro Henríquez Ureña en correspondencia, dejando en otras manos la continuidad de una tradición que trae a cuentas su importancia actual.