En todo camino se contemplan panoramas hermosos y complejos de entender, sobre todo cuando se trata del crecimiento de una comunidad, amén de las convicciones e intereses de los miembros. Sucede mucho más marcadamente cuando hay que recibir personas ajenas a una primera experiencia del círculo en cuestión. Y esto acontece naturalmente en la Iglesia que se ha ido gestando en los primeros 14 capítulos de los Hechos de los Apóstoles: hay nuevos retos, hay nuevas personas, y hay necesidad inclusive de entrar en discusión para discernir y escuchar la voz del Espíritu que guía a la comunidad de los discípulos.

Los judeocristianos son, naturalmente herederos de la tradición veterotestamentaria, que implica una Ley, ritos, celebraciones, etc., mientras que el dinamismo de la Iglesia de Antioquía desata la polémica, pues cuestiona la validez de todo aquello para quienes no tiene un significado relevante el judaísmo. Siendo esta tan diversa en su composición e irradiación, le convierte en una comunidad en constante crecimiento, con admirable capacidad de convivencia hacia el interior, como de su aceptación de los otros y su asimilación de las diferentes culturas de su entorno.

Y la Iglesia debe hablar ante esta situación. El Concilio de Jerusalén es el primer escenario de esta naturaleza para poner las ideas claras al respecto. Y viene la resolución: “El Espíritu Santo y nosotros…” Y podemos aquí identificar la fidelidad al mandato de Cristo, de actuar en todo por verdadero amor: “que se abstengan de la fornicación y de comer lo inmolado a los ídolos, la sangre y los animales estrangulados”.

El Salmo 66 es una bendición en forma imprecatoria: “Que te alaben, Señor, todos los pueblos”, en labios de los sacerdotes aarónidas. Expresa la convicción de que todo bien procede de la bondad divina: si estamos alegres ante Dios, todos los pueblos reconocerán su poderío y su victoria.  El gobierno universal de Dios es motivo de regocijo para todos los pueblos; la cosecha abundante se reconoce como signo de esta intervención que comunica alegría y júbilo.

En la segunda lectura encontramos una visión que contempla el misterio de Aquel que nos ha llamado a pertenecer a sí mismo, de tal manera que desde la gloria futura, participemos de su morada celestial. En la Nueva Jerusalén no hay templo material porque “el Señor Dios todopoderoso y el Cordero son el templo”. El cuerpo de Cristo Resucitado es ahora el lugar de la nueva experiencia de encuentro con Dios “en espíritu y en verdad”. Es en el resucitado donde se da el verdadero encuentro entre Dios y los hombres: es en Él que los hombres no solo encuentran a Dios, sino que son inmersos en el mundo de lo divino – una comprensión que también urge en nuestros tiempos para combatir la idolatría del presente –. Es por esto que Jesús, en controversia con los judíos escandalizados por su poco respeto hacia el Templo en el episodio de la expulsión de los mercaderes y cambistas, podrá proponerse a sí mismo como nuevo templo. “Destruyan este templo y en tres días lo reconstruiré… Él hablaba del templo de su cuerpo” (Jn 2,-21).

En San Juan nos encontramos con el discurso de despedida de Jesús. El domingo pasado escuchábamos el núcleo de la nueva vida en Cristo: el amor mutuo, los unos con los otros, para ser testimonio de credibilidad de nuestro discipulado. Hoy se desarrolla esta temática: cómo hacer eficaz este mandamiento del amor. Este mandato es imposible vivirlo fuera de la experiencia trinitaria, y esto es lo que ahora nos expone el Evangelista en labios de Jesús. Palabra y mandamiento son una misma realidad, por lo tanto, no se trata de “vivir cumpliendo” preceptos, sino de un seguimiento radical – y alegre – de la persona de Jesús, conscientes de que vamos al Padre, bajo la moción del Espíritu Santo.

Escuchar–seguir, un binomio que urge adoptar hoy en la vida cristiana, de otra manera el cumplimiento se convertirá en una tarea pesada, imposible de llevar a cabo, desgastante y frustrante.

El discípulo de este siglo está llamado a vivir un camino de conversión que nos permita abrir las puertas del corazón a los que no precisamente piensan como nosotros, a los que viven buscando el rostro de Dios para entrar en su misterio. Nos encontramos con diversas búsquedas, con diferentes ofertas religiosas y pseudo religiosas, y también con la indiferencia y el olvido de quienes prefieran hacerse a un lado de la posibilidad de entrar en la comunión plena con Dios.

Que la alegría que nos ofrece el Resucitado siga siendo la raíz de nuestras buenas obras, y que la luz que nos viene de lo alto prevalezca en nuestros corazones para que el gozo alcance a todos los hombres y mujeres de buena voluntad.

P. Fernando Luna Vázquez