El elogio a la virtud de la humildad es un lugar común en la ética clásica del bien vivir. Según la ética, la felicidad se alcanza a través del ejercicio de la virtud. El hombre virtuoso es un hombre sabio. La sabiduría, por tanto, no consiste en acumular muchos conocimientos, como si fuéramos enciclopedias, sino en saber vivir. Sabio es el que sabe conducir rectamente su vida y, por eso, el que es capaz, no de ganarse la felicidad, sino de acogerla como un don.

En nuestros días, la virtud de la humildad a veces se entiende de forma negativa, como si fuera sinónimo de falta de coraje y decisión. Pero, también hoy, la humildad es una virtud muy valorada. Si tuviéramos que buscar un equivalente contemporáneo a los héroes de la época clásica, aquellos que eran tomados como modelos de virtud, probablemente nos fijaríamos en los deportistas. Nos identificamos con sus éxitos y celebramos sus grandes “gestas”. Creemos, además, que el buen deportista debe mostrarse, en el ejercicio de su profesión, como una persona virtuosa. De ellos, como de los héroes de la Antigüedad, esperamos cualidades como la honradez, la entrega, la valentía… y la humildad.

Ser humilde es ser consciente de la propia fragilidad, conocer y reconocer las propias limitaciones, sólo así podemos calibrar correctamente el alcance de nuestras posibilidades. Ser humilde es ser agradecido, saber que todo lo que somos y tenemos se lo debemos a los que nos han ayudado a crecer y a madurar en lo personal y en lo profesional, saber que nuestros méritos no son nunca exclusivamente propios.

La sabiduría y el sentido teológico de la ética

La tradición sapiencial del Antiguo Testamento se desarrolla gracias al diálogo que se entabla entre la fe judía y la filosofía griega. Los judíos son conscientes de la riqueza cultural que alberga el pensamiento helenístico y no se cierran a él. Descubren en la filosofía una herramienta que puede ser de gran ayuda para profundizar en su fe. Además, se ven en la necesidad de expresar sus creencias según el nuevo modo de pensar propio de la época para ser entendidos y para poder justificar su opción de vida frente a otras concepciones que se ofertan en las diferentes escuelas filosóficas.

El Eclesiástico alaba la virtud de la humildad por las razones que la filosofía ya había puesto de relieve y que hemos comentado: hace al hombre consciente de sus límites y agradecido por los dones recibidos. ¿Dónde está la novedad, entonces? La novedad está en el horizonte en que sitúa ésta y las demás virtudes: el amor y la misericordia de Dios. La felicidad y la plenitud que procura la vida virtuosa no pueden estar sino en Dios.

La humildad evita que el hombre se endiose sirviendo de antídoto contra la idolatría. Le ayuda a relativizar sus propias fuerzas abriendo su corazón a la confianza en Dios. Le hace tomar conciencia de que está necesitado de Él. Le permite que un sincero agradecimiento al Creador despierte en su interior. Para engrandecer a Dios, no hay que empequeñecer al hombre; pero el hombre debe ser consciente de su medida porque sólo así podrá abrirse a la Trascendencia. El Eclesiástico, por tanto, nos recuerda que aquello que verdaderamente nos hace más personas, nos acerca a Aquel que da sólido fundamento y sentido a toda propuesta ética.

Jesús: maestro de Vida

La palabra y la persona de Jesús llevan a plenitud lo revelado en el Antiguo Testamento. Lo vemos también en la enseñanza de carácter sapiencial. El Reino de Dios ha comenzado con Cristo, que ha reconciliado definitivamente a Dios con los hombres, tal y como recuerda San Pablo en la Carta a los Hebreos: Jesús es “el Mediador de la Nueva Alianza”. Pero Dios no construye su reinado al margen de la libertad humana, no nos lo impone. Por eso, aunque el Reino de Dios no puede reducirse a un proyecto ético, conlleva unas orientaciones éticas, ya que no es independiente de lo que el hombre, libremente, escoja hacer con su vida.

En el Evangelio de hoy vemos a Jesús dirigiéndose un día de sábado a sus comensales. Jesús aparece como el maestro sabio que enseña en la sinagoga. Los fariseos, en cambio, no tienen interés por aprender, creen saberlo todo. Tan sólo buscan un pretexto para criticarle y desautorizarle.

La enseñanza de Jesús nos habla de los humildes en su doble sentido: quienes actúan discretamente y sin vanidad, y quienes son de condición social humilde: los pobres, los lisiados, los cojos y los ciegos.

Los banquetes, en la Antigüedad, solían tener dos funciones principales: eran lugares para el debate y la controversia sobre diversos temas de interés, y servían a los anfitriones para demostrar su estatus y para competir en prestigio y reconocimiento social con sus invitados y conciudadanos. Éste último es el motivo por el cual los convidados buscan reclinarse en los sitios más cercanos al anfitrión. Y es lo que Jesús censura.

Una vez más, la vara de medir que empleamos los hombres se aleja de lo que verdaderamente es valioso para Dios. Jesús nos recuerda esta advertencia a través de una sugerente parábola: cuando seamos invitados a un banquete, comportémonos de manera cortés y a la vez astuta, aunque sólo sea por miedo al ridículo. Dejemos que sea nuestro anfitrión quien nos muestre cuál es nuestro sitio. Y es que resulta casi imposible escuchar una parábola referida a un banquete y no pensar inmediatamente en las parábolas del Reino. Aquellas en las que el anfitrión es Dios mismo.

Jesús invita a los que le escuchan a seguir su ejemplo, en el que revela cómo es Dios: convida a los marginados y excluidos, siéntate a la mesa con ellos. Convierte el banquete en un signo y anticipo del Reino. Porque sólo la gratuidad, aquello que no busca compensación, nos hacen capaces de acoger el don de la felicidad, que es Dios mismo.

D. Ignacio Antón O.P.