En los domingos anteriores los relatos evangélicos nos han ido preparando para escuchar esta exigente revelación de Jesús. No es una enseñanza arbitraria, ni sorpresiva, tiene una lógica propia en el pensamiento de Jesús. Para entenderla mejor, contemplemos o imaginemos el relato bíblico que nos presenta el evangelio de este domingo (Lc 14, 25-33): Vemos a Jesús caminando, peregrino, misionero, ha conquistado a muchos con sus palabras, sus milagros y su testimonio, a un grupo importante de seguidores que van detrás de él como posibles discípulos. En ese gran grupo de personas como lo indica el texto, seguramente había, simpatizantes, interesados, entusiastas, inoportunos, inquietos y curiosos. El Señor, hace un gesto importante: se da vuelta, como para hablarles de las condiciones para aquellos que deseen ser sus discípulos o sus verdaderos seguidores. 

Por su puesto que Jesús, no es un demagogo, ni un manipulador de voluntades. Al contrario, les marca con sinceridad y lealtad el camino auténtico de los discípulos y misioneros del reino. Les habla y les marca el camino, no lo impone. Invita a una decisión, a una reflexión: Cualquiera que venga a mí. Y concreta hasta donde tiene que llegar el amor de un discípulo, de un enamorado de Dios. A ponerlo a El, como prioridad, como centro, como fundamento y base del amor cristiano, por encima del amor a la familia y del amor a la propia vida, sin despreciarlas. 

Nosotros los hombres vivimos envueltos en muchas experiencias, manipulados hoy en día por muchas palabras e ideas. Constituimos un universo de saberes y de valores. Y de alguna manera somos el sustrato de nuestra personalidad. 

Jesús no desprecia esas condiciones humanas. Pero si le importa que no naufraguemos en ellas. Y se propone a sí mismo como el eje que las integra y las sublima. Y no lo hace con discursos abstractos: los razonamientos de Jesús son siempre muy concretos. 

Hoy, él nos hace recapacitar sobre tres aspectos muy concretos: la familia, la cruz y la renuncia, la reflexión de este trinomio nos dará una lucidez, la lucidez de Jesús.

El amor por Cristo no excluye los demás amores, sino que los ordena

Esto es verdad. Sería un mal amor el despreciar a la familia por un pretendido amor incondicional al Señor. Pero también es cierto, que cosas importantes de la vida pueden alejarnos del amor a nuestro Dios. Por ejemplo, la familia que, aunque, constituye el espacio natural en donde nacemos y nos desarrollamos no deja de afectarnos para bien o para mal. Pocas instituciones tienen un valor tan alto, no obstante, Jesús no la absolutiza, ni tampoco la banaliza, las relaciones familiares son un magnífico impulso para el crecimiento en libertad, aunque a veces son también una trampa que acaba oprimiendo a sus miembros.

El Verdadero amor a Dios enriquece y fortalece a los otros amores, porque los incorpora, los engloba y les da un nuevo sentido. Podemos decir que es un amor exclusivo, pero no excluyente. Aquí en compresible la experiencia que nos narra la carta de San Pablo a Filemón: “Quizá se apartó de ti para que le recobres ahora para siempre; y no como esclavo, sino mucho mejor: como hermano querido”. (Fil 9 b-10. 12-17).

El misterio de la cruz

Jesús nos dice: “el que no carga con su cruz y me sigue, no puede ser mi discípulo”. Palabras difíciles y duras para oídos egoístas. El Señor nos invita a llevar la vida cristiana con su ejemplo a llevar la cruz de las dificultades, de las contrariedades, de lo imprevisible, con integridad, con valor y con su valor, porque sin El, sin su gracia y sin su amor, nada podemos hacer. Por eso se dice que la cruz abrazada es menos pesada. Por un lado, tenemos que reconocer que la cruz es la prueba del verdadero amor, de la verdadera amistad. Si cuando aparece alguna dificultad en el camino de la amistad o del amor y comienzan a irse los amigos o aquellos enamorados, seguramente ese amor no era firme.

Cargar con la propia cruz no significa buscar sufrimientos sin sentido, sino buscar la voluntad de Dios Padre. Ni tener cara de victima con cruces, que a veces uno se fabrica, ni cargar con cruces a los demás, ya sea por desprecio, por humillación, generando injusticia y otros sufrimientos al prójimo. Jesús no vino a aumentar las cruces humanas, sino más bien a darles un sentido.

Dice el Salmo 89 de la misma liturgia de hoy: “Sácianos en seguida con tu amor, y cantaremos felices toda nuestra vida. Que descienda hasta nosotros la bondad del Señor; que el Señor, nuestro Dios, haga prosperar la obra de nuestras manos”. Palabras consoladoras que nos alientan a seguir.

La renuncia

Para ser discípulo obediente y lleno de amor al Señor, primero hay que posponer la familia y la vida, luego cargar con alegría la cruz de cada día. Y, por último, lo que nos dice Jesús es, el renunciar al egoísmo: “el que no renuncie a todo lo que posee no puede ser mi discípulo”, y lo hace a través de una parábola que invita a pensar y meditar, para no ir por la vida como imprudentes sin sentido, o sin saber a donde vamos, con que contamos y con fuerza disponemos. Por eso dice el texto: “este comenzó a edificar y no pudo terminar”. Se dice que comenzar es de todos, pero perseverar es de Santos.

¿Cómo comprender todo esto?

El texto del libro de la Sabiduría (9, 13-19), que hemos proclamado como primera lectura comienza preguntándose: ¿Qué hombre conoce el designio de Dios, quién comprende lo que Él quiere?

Esta no es una pregunta que hoy se hagan con frecuencia los expertos en ética o en estudios humanos. Ahora suele interesarnos otras cosas más próximas, prácticas y eficaces. Y, no obstante, para quienes creemos en un Dios amigo de los hombres e inquietos por nuestra felicidad, es una pregunta inevitable, que es contestada gracias al Espíritu que Dios derrama sobre nosotros, y que hace fecundar la sabiduría que hemos recibido por la vida sacramentaria. Comprender lo que Él quiere tiene que ver con el sentido que damos a nuestra vida, con la jerarquía de nuestros valores, con la inspiración de nuestras acciones, con el discernimiento de lo que vamos logrando y de lo que a veces olvidamos o traicionamos. En definitiva, con nuestro crecimiento se hace lúcida y más responsable nuestra libertad.

Una Iglesia que sigue a su Señor

Hoy Jesús nos hace caer en la cuenta de que ser discípulos de él, no es un “yo” individualizado, sino un “nosotros” comunitario. El seguimiento no es un empeño individual, sino una experiencia compartida. Eso es lo que debe hoy en día caracterizar a la Iglesia, a los que creemos en Jesús y le seguimos.

La Iglesia es, en efecto, una comunidad de seguidores. Todo lo que ella hace debe tener ese trasfondo. Antes que compartir una doctrina, obedecer unas normas, realizar unos ritos, nos une haber descubierto a Jesús como camino, verdad y vida. Alguien que nos lleva a los demás, como hermanos, pues todos somos hijos de su Padre.

Pbro. Juan Alberto Pérez Fernández

Vicario de San Baltazar Tetela, Pue.