Hoy, Cristo nos habla nuevamente del servicio, el Evangelio nos insiste siempre en el espíritu de servicio que todos debemos tener. Toda la creación esta en un equilibrio de mutuo servicio y complementariedad, servicio entre minerales, vegetales y animales, y el hombre no es la excepción, ya que la función básica del ser humano es servir, ser útil a los demás hombres y a la creación entera. Vivir para los otros es una regla soberana de la naturaleza.

Sin embargo, hoy la cultura humana ha desarrollado una idea diferente, la idea de que ciertas personas, las personas que gobiernan o que ostentan un cierto poder por encima de los demás, tienen mayor dignidad y no están para servir, para muchos hoy la palabra servir es para los mediocres o para los más insignificantes, y es todo lo contrario, es cuando en realidad son los que tienen una mayor responsabilidad y obligación de llevar a cabo el servicio. 

Todos los seres humanos tenemos exactamente la misma dignidad y cada uno tenemos distintas funciones, pero nuestra cultura ha establecido distintos grados de dignidad según las funciones desempeñadas, hasta el punto de que los que no desempeñan tareas de gobierno se consideran a sí mismos, cuando en realidad, el verdadero súbdito, es el que está al servicio de la comunidad. En su origen latino, la palabra ministerio quiere decir servicio.

A este enfoque cultural le podemos añadir otras ideas como: la ley del más fuerte, el macho, él importante, y es así como llegamos tristemente a esta cultura machista, misógina y patriarcal que todavía impera en nuestras comunidades.

Lógicamente, Jesucristo no está influido por esa cultura, sino de una visión divina contraria, “el que manda es el servidor” y, por tanto, cuando elige a sus apóstoles exactamente los está poniendo al servicio de los demás hombres y mujeres, les está dando una misión específica y una función de servicio, les adjudica una responsabilidad, un peso, una carga. La dignidad de esos hombres está en servir.

Lo mismo vosotros: cuando hayáis hecho todo lo que se os ha mandado, decid: “Somos siervos inútiles, hemos hecho lo que teníamos que hacer”. (Lc 17,5-10).

Ante esta invitación, solo desde la fe que nos sumerge en el ámbito de Dios, es posible embarcarse en semejante empresa, pues para Dios no hay nada imposible. 

Sin embargo, el embarcarse en esta sinergia de servicio y de ayuda para los demás conlleva una enorme responsabilidad, la cual se ve opacada por estas ideologías que nos hacen tambalear y llevarnos al error de sentirnos vulnerables y sin la fuerza necesaria para lograrlo.

¿Hasta cuándo, Señor, pediré auxilio sin que me oigas, te gritaré: ¡Violencia!, sin que me salves? ¿Por qué me haces ver crímenes y contemplar opresiones? ¿Por qué pones ante mí destrucción y violencia, y surgen disputas y se alzan contiendas? (Habacuc 1,2-3;2,2-4).

Y es aquí donde las palabras que hemos escuchado en la segunda lectura nos pueden renovar en este servicio que debemos sentir hacia el hermano: “Te recuerdo que reavives el don de Dios que hay en ti por la imposición de mis manos, pues Dios no nos ha dado un espíritu de cobardía, sino de fortaleza, de amor y de templanza. Así pues, no te avergüences del testimonio de nuestro Señor ni de mí, su prisionero; antes bien, toma parte en los padecimientos por el Evangelio, según la fuerza de Dios.

Ten por modelo las palabras sanas que has oído de mí en la fe y el amor que tienen su fundamento en Cristo Jesús. Vela por el precioso depósito con la ayuda del Espíritu Santo que habita en nosotros”. (Tim 1,6-8.13-14).

Si es cierto, basta un poco de fe para arrancar el árbol y plantarlo en el mar, esto quiere decir que, a pesar de nuestra pobre y debilitada fe, Dios nos garantiza el respaldo suficiente para ejercer con solvencia nuestra misión apostólica. Es una invitación a confiar plenamente en las funciones serviciales que cada uno tiene encomendadas. Más allá del modelo social en que se apoyan, estas palabras adquieren pleno sentido y relevancia para quien ha volcado por la fe su confianza en Dios. 

Se espera por consiguiente de todo cristiano, y con mayor razón para aquellos que ejercen un ministerio especial para con la comunidad, que cumpla su tarea con celo y fidelidad sin esperar felicitación o recompensa especial alguna: “Hemos hecho lo que teníamos que hacer”.

Dios requiere de los suyos la obediencia de la fe, no entendida como sumisión sino como adhesión libre y agradecida a su propuesta de salvación. Más que como tarea, el creyente acoge su misión como una verdadera bendición de Dios. Quien a Él obedece, aun en medio de las situaciones más adversas, se hará respetar por sus hermanos en la fe. Sólo le queda implorar cada mañana: “Señor, aumenta mi fe”.

Pbro. Juan Alberto Pérez Fernández