Esta era la situación en tiempos de Jesús, judío de nacimiento, cuando tiene lugar la escena del evangelio de hoy. Los leprosos vivían fuera de las poblaciones; la lepra es una enfermedad contagiosa que era un peligro para la sociedad entera. Pero al no tener clara la diferencia entre lepra y otras infecciones de la piel, se declaraba lepra cualquier síntoma que pudiera dar sospecha de esa enfermedad. Muchas de esas infecciones se curaban espontáneamente y el sacerdote volvía a declarar puro al enfermo. A esta manera de actuar tan lesiva, Jesús quiere oponer una fe - confianza que debe cambiar también la actitud de la sociedad.

En el relato vemos con toda claridad que la fe abarca no solo la confianza, sino la respuesta, la fidelidad. En la respuesta completa, la fe que salva. La confianza cura, la fidelidad salva. Mientras el ser humano no responde con su propio reconocimiento y entrega, no se produce la verdadera liberación. Aquí es donde vemos nuestra fe cuestionada.

Al tomar como referencia la salvación del samaritano, el evangelista está resaltando la universalidad de la salvación de Dios; pero sobre todo está criticando la idea que los judíos tenían de una relación exclusiva y excluyente con Dios.

No tiene por qué tratarse de un relato histórico. Los exégetas apuntan, más bien, a una historia encaminada a resaltar la diferencia entre el judaísmo y la primera comunidad cristiana. En efecto, el fundamento de la religión judía era el cumplimiento de la Ley. Si un judío cumplía la Ley, Dios cumpliría su promesa de salvación. En cambio, para los cristianos, lo fundamental era el don gratuito e incondicional de Dios; al que respondía con el agradecimiento y la alabanza. “Se volvió alabando a Dios y dando gracias”.

El relato es muy escueto, pero encontramos una de las ideas centrales de todo el evangelio: la autenticidad, la necesidad de una religiosidad que sea vida y no solamente programación y adaptación a unas normas externas. Podemos llegar a ver que las instituciones religiosas pueden llegar a convertirse en un impedimento para el desarrollo integral de la persona.

¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios más que este extranjero?

Sólo uno volvió para dar gracias. Solo uno se dejó llevar por el impulso vital. Los nueve restantes (se supone que eran judíos), se sintieron obligados a cumplir lo que mandaba la ley: presentarse al sacerdote para que les declarara puros y poder volver a formar parte de la sociedad. Para ellos, volver a formar parte del organigrama religioso y social, era la verdadera salvación. Los nueve vuelven a someterse al refugio de la institución; van al encuentro con Dios en el templo, en los ritos.

El samaritano creyó más urgente volver a dar gracias. Fue el que acertó, porque, libre de las ataduras de la Ley, se atrevió a expresar su vivencia profunda. Este encuentra la presencia de Dios en Jesús. Es más importante responder vitalmente al don de Dios, que el cumplimiento de unos ritos externos.

La verdadera salvación para el leproso llega en el reconocimiento y agradecimiento del don. Las otras nueve personas fueron curadas, pero no encontraron la verdadera salvación; porque tenían suficiente con la liberación de la lepra y la recuperación del entramado religioso. Estamos ante la disyuntiva: salvación material o salvación espiritual.

Sin darnos cuenta, muchas veces nos sentimos inclinados a buscar la salvación en las seguridades y a conformarnos con ella. Incluso metemos a Dios en nuestra propia dinámica y le convertimos en garante de la salvación que nosotros buscamos, la material.

El seguimiento de Jesús es una forma de vida. No basta el cumplir escrupulosamente las normas, como hacían los fariseos, hay que vivir la presencia de Dios. Todos seguimos teniendo algo de fariseos. Todas las normas, todos los ritos, todas las doctrinas son sólo medios para alcanzar la vida espiritual.

Al celebrar la misa, no sé si somos conscientes de que “eucaristía” significa acción de gracias. Además, en ella repetimos más de quince veces “Señor, ten piedad”, como los diez leprosos. La gloria es reconocer y agradecer a Dios lo que Él es. El evangelio de hoy debería ser un estímulo para celebrar conscientemente esta eucaristía. 

Precisamente alguien venido de fuera, despreciado por los de dentro, es el único que sabe reconocer el don recibido de Dios, dando una lección magistral a quienes no supieron agradecer. Que de verdad nuestra eucaristía sea una manifestación comunitaria de agradecimiento y alabanza.